viernes, 20 de mayo de 2011

EL PERDÓN EFICIENTE - Por Vicky Moreno

Las amenazas del medio y los propios instintos gregarios y reproductivos inscritos en nuestras células nos han hecho a los humanos desde los orígenes buscarnos unos a otros y defendernos frente al bárbaro, el diferente, el extranjero. Da igual tribu o nacionalidad. Los desconocidos “ajenos” nos unen más a los “propios” y despiertan un “nosotros”, un agradable espíritu de clan frente al supuesto peligro.
Pero vivir en sociedad no es sólo cobijo y refugio de soledades. Es a la vez protección y amenaza. Una constante confrontación de intereses, desajustes de velocidades y roce de carrocerías protectoras hace difícil el bienestar soñado y nos hace vivir a la defensiva hasta entre los nuestros y en nuestra propia casa.
Análisis más profundo merecería, en el confuso bosque de la conducta humana, la justificación de la existencia de algo llamado culpa, pero no vamos a entrar ahora en ello. Sólo apuntar que la acción u omisión causante de un mal la mayor parte de las veces responde a una conducta automática aprendida y que, a menudo, pretende un bien propio o ajeno considerado eximente y superior para el que la ejecuta.
La falta de maldad de quien nos hiere no excusa la ignorancia y simpleza de planteamientos de quien se paraliza o inflama en la contemplación de las heridas. Es decir, la reacción incorrecta sobre la acción incorrecta no soluciona nada.
Con independencia entonces de que debamos apartarnos de quien nos daña y reeducar o alejarnos de quien nos quiera mal, si vemos detrás de las apariencias su inocencia, ¿cómo no perdonar?
Según la RAE, perdón es “la remisión de la pena merecida, de la ofensa recibida o de alguna deuda u obligación pendiente”. Noble tarea la de perdonar, pero hay una más noble: la de comprender, probablemente uno de los más altos ejercicios de discernimiento. Porque no es de aguantarse las ganas de contestar que nace la serenidad y el consuelo, sino de la dilución del enojo que proviene del ejercicio metódico del análisis consciente, la generosidad y la empatía.
Quien intenta comprender con sinceridad neutraliza la reacción inmediata de ira o autocompasión a través de siete pasos básicos:
  1. Explorar la posición desde la que miraba el “ofensor”.
  2. Investigar ecuánimemente su razón o extravío.
  3. Desvincular su intención de bien propio de la voluntad de mal ajeno.
  4. Desidentificarse como víctima.
  5. Desestimar como tal la “ofensa”, es decir, recalificar el acto como “error”.
  6. Dejar brotar en el corazón la compasión fraterna.
  7. Establecer un plan eficiente de protección mutua y ayuda.
Explorar la posición del otro e investigar sus paisajes mentales es un deporte que requiere práctica, pero que merece la pena entrenar por los altos réditos en bienestar que proporciona. Da muchas sorpresas entender las posiciones perceptivas que le movieron a la acción u omisión, y que sufrimos en nuestras carnes porque nos consentimos experimentarla como ofensiva o culposa.  Al ponernos en sus zapatos, no siempre vamos a encontrar inocente al causante, pero sí le vamos a explorar con otros ojos. Entonces, será fácil ver que su intención real no era causar mal, aunque la ignorancia no le permitiera contemplar las consecuencias evitables de su atropello o su propia inercia de conseguidor.
No ofende el que quiere, sino el que puede. Y el poder sólo se lo da la lectura que hace el ofendido de los hechos, escogiendo recibir como daño real lo que con frecuencia sólo es una palabra mal dicha, un gesto inapropiado o una omisión de cuidado. Desidentificarse como víctima permite recuperar el poder y evitar la mayor de las agresiones, que es nuestra propia autocompasión.
Si hemos automatizado estos pasos hacia la comprensión, la empatía va a templarnos el corazón, permitiéndonos sentir compasión frente a un nuevo personaje que emerge a nuestros ojos: el ignorante, el inseguro, que daña la mayor parte de las veces sólo buscando su ración de importancia y afecto.
No obstante, cuidémonos de que el ejercicio de la compasión y el perdón no nos hagan perder reflejos. Es tiempo de eficiencia. Ya no podemos ser niños reactivos, rencorosos y llorones, pero tampoco sumisos sufridores. Practiquemos la paz. Seamos paz. Pero seamos también inteligencia y usémosla, sin agresividad, para reivindicar la verdad y la bondad, y para evitar causar, causarnos o que nos causen cualquier daño. Establezcamos estrategias de prevención, protección, educación y diálogo, sin odio y sin clasismo humillante para nadie.
Las acciones de los demás no podemos dirigirlas, sólo entenderlas y perdonarlas, pero las nuestras sí merecen una lupa de aumento sobre nuestros inocentes actos porque, hoy mismo, las últimas veinticuatro horas, con la mejor voluntad, seguro que hemos provocado, por acción u omisión, algún tipo de mal evitable a alguien…. Lo hicimos sin darnos cuenta, en duermevela de conciencia, pero ¿a que no somos “malos” y merecemos que nos entienda, que nos aprecie, que nos ayude a mirar desde su balcón y nos perdone antes de condenarnos?


                                                      




jueves, 5 de mayo de 2011

LA RAZÓN LEJANA DE TODAS LAS COSAS - Por Vicky Moreno (01/05/2011)



La muerte de Bin Laden me ha despertado hoy con la sensación de pesar por el mero dolor y fracaso que conlleva la imposible recuperación de un ser humano, rápidamente mezclada con la sensación de alivio por el peligro que su radicalismo asesino representaba, avivado con la ola de alegría de la que se hacían eco las emisoras.
El contraste de emociones es un excelente motor de búsqueda que nunca evito y me presto a tratar de contemplar lo que apunta, intentando salirme de lo aprendido e inmediato para hacer un análisis desapasionado, sin que los tópicos al uso me aparten de procurar la visión ecuánime de las cosas, porque... nada es lo que parece.
¿El bien y el mal son conceptos absolutos o son clasificaciones aprendidas que proceden de nuestra memoria (grabaciones que diseccionan, desnaturalizan, nombran y encierran en cajitas manejables la realidad)?
¿Existen como categorías morales o son herramientas de simplificación de nuestra mente bipolar?
En el nivel de lo cotidiano y común, ya me parece necesario un primer razonamiento, que sé de antemano que puede ser provocador:
No cabe ninguna duda de que alguien que mata a seres inocentes, que promueve el asesinato y el terror, es un ser oscuro que hace peligrar la paz de nuestra sociedad opulenta y democrática, pero ¿podemos tirar nuestras piedras con despreocupación y cara alta o en el modelo de sociedad que él combatía, las formas sofisticadas de avaricia, agoísmo, terrorismo de estado y manipulación mediática producen tantas o más muertes que las causadas por el odio y desvarío de los que se creen mensajeros del cielo?
¿Por qué aplaudimos y cantamos como un coro de niños las gestas de otros “mensajeros del cielo” que financian y apoyan a los que arriman ventajas a sus posiciones políticas e ideológicas, con independencia de los medios que usen para ello, las consecuencia que produzcan las armas que ellos mismos les vendan, la sangre que tenga el capital que financie sus fines o los “daños colaterales” que sus acciones u omisiones causen?
Todavía yéndonos un poco más a fondo en el análisis, podemos intentar poner en marcha la taladradora de nuestros cimientos si cuestionamos nuestras certezas contemplando la relatividad de todo lo que vemos, porque...
Si nuestro en principio inocente y sano juicio depende del rincón del mundo en el que nacemos, de la clase de información que nuestros sentidos alcancen a abarcar, del entorno cultural en el que nos movamos y de lo que hagamos con todo eso según nuestra capacidad intelectual y nuestra salud neurofisiológica, ¿puede haber alguien que sea culpable de algo?  (...”perdónalos señor porque no saben lo que hacen.”)
¿Podemos rendir cuentas de lo que aparentemente pensamos y decidimos por nosotros mismos o somos pensados y decididos por nuestras grabaciones y circunstancias? ¿Seremos culpables de las consecuencias que provoca la causa que nos enrola o seremos las primeras víctimas de lo que con todo eso suceda? Es decir, ¿somos padres de nuestros hechos –y por ello responsables- o hijos de nuestros pensamientos?.. Y ellos, a su vez, ¿no son siempre hijos de nuestras emociones? Y, éstas ¿a qué plan orgánico, planetario, cósmico o divino responden? ¿Nacemos INOCENTES? ¿Somos después INOCENTES del impulso pero culpables de las consecuencias que nuestra inconsciencia no alcanzó a parar? ¿Cómo ser culpables de lo inconsciente?
Y, ya, puesta en cuestión la culpabilidad y para desmontar definitivamente la jaula de los conceptos aprendidos, que tanta seguridad nos dan pero tanto nos limitan,  me vuelvo a preguntar:
¿Estamos seguros de que lo que llamamos “bien” o “mal” lo es en términos absolutos? Esa categoría moral ¿existe?
Llevándolo al mundo animal, quizá comprendamos mejor lo que quiero decir, sólo con ánimo de reflexionar sobre lo que son las falsas verdades procedentes de las falsas percepciones:
Si observamos la conducta de cualquier animal depredador, veremos que su naturaleza imprime un impulso agresivo que asegura su alimentación, liderazgo o procreación. La literatura infantil está llena de clasificaciones entre animales “buenos” y “malos”, pero nuestra educación impone en la actualidad la superación de esos conceptos, dado que entendemos que el animal no hace más que “obedecer” la misión que le adjudica su naturaleza dentro del ecosistema que habita, siendo su supuesta “maldad” útil para ese mismo ecosistema. Y ni siquiera podemos alegar que es que matan sólo para comer porque no siempre es así.            
Podríamos argumentar que la gran diferencia es que el ser humano no responde sólo a impulsos y tiene una capacidad de juicio y valoración de las consecuencias de sus propios actos, pero todos sabemos que eso, con frecuencia, no es así. Las más recientes conclusiones de la ciencia en relación con el análisis de la conducta humana, sugieren que las emociones (para bien y para mal) están en la base de nuestra conducta mucho más presentes de lo que se creía hasta ahora. Esos juicios y valoraciones que fabricamos para presentar nuestros proyectos o justificar comportamientos sólo maquillan lo que de antemano ya ha sido decidido por nuestros deseos o estructuras primarias instaladas en lo más hondo del subconsciente.
Cuando introducimos, además, el factor tiempo, la reflexión se va ya a un nivel poco manejable en el que se licuan los pilares de nuestra seguridad:
Volviendo al modelo natural y contemplando la perfección de flujos que hace coexistir a las especies, se asoma la posibilidad de que, lo mismo que el “peor” de los animales es al ecosistema tan útil como el más dulce de los pajarillos,  así el hombre pasional, amante de los suyos, fiel creyente, idealista y sacrificado líder, que mata por un ideal mesiánico y hasta filantrópico, pueda ser a la energía profunda del planeta en que vivimos tan “útil” como el bondadoso campesino que sólo canta en la siega. Porque, a ese nivel, concebida la relatividad del bien y del mal, de la vida y la muerte, sabemos ya que las ideas de muchos héroes el tiempo las transformó en ideas criminales, y muchos ajusticiados por sus crímenes en realidad fueron héroes… Sólo el tiempo determinó el cambio de valores que relativizaron y rebautizaron sus conductas como gestas o asesinatos. ¿O los míticos cruzados no tenían nada de fundamentalistas?
         Puedo sentir a veces que en la bolsa de la vida hay siempre un número igual de bolitas blancas y negras, como papeles energéticos del teatro del mundo que nos tocara encarnar rotativamente, hasta llegar a la dilución en la totalidad.
Mientras eso llega, sí podemos y debemos intentar conocer nuestra naturaleza esencial y las consecuencias de la conducta que se deriva de nuestros impulsos, al tiempo que podemos y debemos apartarnos y proteger a los que amamos de quienes tengan el desagradable papel de hienas. Lo que nunca podemos es juzgar o ser juzgados por la conducta derivada del lugar, momento o guión en el que estemos implicados.
Entonces, ¿existe algo parecido a la evolución? ¿Hay alguna esperanza para la humanidad?
Es consolador pensar que el conjunto que llamamos humanidad, compuesto de esos subconjuntos de energías móviles, es también un ser en evolución desde la piedra al ángel, como pensaba Unamuno, es decir, de la inconsciencia a la consciencia de sí mismo.
Lo que es arriba es igual a lo que es abajo y la humanidad puede evolucionar en conjunto desde la suma de sus partes, asimismo en evolución. Esa evolución es hacia la emergencia de su ser superior y se fragua desde el lento desarrollo de la globalización de la consciencia que va produciendo la compasión. El amor, tan reiteradamente mencionado en los textos sagrados de todas las escuelas como “virtud” esencial, es la herramienta que permitirá revelar en el hombre su condición divina, entendiendo por “condición divina” lo que queda del ser después de desnudarlo de todo lo que no es.
Todo está subordinado a unas leyes superiores que hacen pervivir lo útil y, a los fines planetarios, la compasión, como pasión-con, ayudaría a la construcción del “NOSOTROS”, que probablemente sea la vocación de conciencia común, final o principio de todo cuanto existe.
La naturaleza esencial de todo es sistémica. Los átomos se agrupan, las moléculas se agrupan, los órganos se agrupan y los hombres se agrupan. Está primado todo lo que lo facilita y mantiene esa cohesión. La compasión, siendo la facultad para sentir al otro y, por lo tanto, entrañarlo, incorporar su experiencia por asimilación, cumpliría ese papel a nivel social. Pero, la compasión no está sujeta a moralizaciones ni escalas de valores. Es un hecho casi biológico. Si me veo en el otro, si en el otro estoy yo, él está en mí y, entonces, ya somos un nosotros a cuidar y defender.... (Seguramente Bin Laden era muy compasivo en su entorno)...
La cuestión es CUÁL ES NUESTRO “NOSOTROS”, teniendo por cierto que, de manera inexorable, en este nivel de evolución en el que nos encontramos, cada vez que encarnamos un NOSOTROS, estamos generando enfrente otros NOSOTROS que percibimos como peligro por “bárbaros” (extranjeros).
¿Cuánto tiempo tenemos que esperar para que el NOSOTROS llamado HUMANIDAD se perciba a sí mismo y se reconozca y manifieste en toda su plenitud? No sabemos, pero merece la pena el esfuerzo. De momento, tampoco nos engañemos en la percepción de ese futuro porque, cuando el bienestar de esa globalidad parezca instalarse, cuando ese Yang parezca mostrar su albura, ya estará haciendo brotar el Yin, el opuesto o complementario del conjunto que la amenace y, por ello, dinamice.
La realidad es esférica y siempre cambiante y, lo mismo que cuando éramos sólo un conjunto llamado familia o tribu había otras que nos fustigaban, en el momento en el que por fin se coagule el macro organismo llamado humanidad, surgirán otros conjuntos u otras “entidades” que pondrán en riesgo nuestra integridad, porque siempre estará presente el mismo equilibrio dinámico de energías constructivas y destructivas, que se consumen y generan mutuamente en la danza incesante de la VIDA… TODO ESTÁ BIEN.
Y, si no, al tiempo.

domingo, 1 de mayo de 2011

La Resistencia – Ernesto Sábato

Son los expulsados, los proscritos, los ultrajados, los despojados de su patria y de su terruño, los empujados con brutalidad a las simas más hondas. Ahí es donde están los catecúmenos de hoy.
E.Jünger
Lo Peor es el Vértigo.
En el vértigo no se dan frutos ni se florece. Lo propio del vértigo es el miedo, el hombre adquiere un comportamiento de autómata, ya no es responsable, ya no es libre, ni reconoce a los demás.
Se me encoge el alma al ver a la humanidad en este vertiginoso tren en que nos desplazamos, ignorantes atemorizados sin conocer la bandera de esta lucha, sin haberla elegido.
El clima de Buenos Aires ha cambiado. En las calles, hombres y mujeres apresurados avanzan sin mirarse pendientes de cumplir con horarios que hacen peligrar su humanidad. Ya sin lugar para aquellas charlas de café que fueron un rasgo distintivo de esta ciudad, cuando la ferocidad y la violencia no la habían convertido en una megalópolis enloquecida. Cuando todavía las madres podían llevar a sus hijos a las plazas, o visitar a sus mayores. ¿Se puede florecer a esta velocidad? Una de las metas de esta carrera parece ser la productividad, pero ¿acaso son estos productos verdaderos frutos?
El hombre no se puede mantener humano a esta velocidad, si vive como autómata será aniquilado. La serenidad, una cierta lentitud, es tan inseparable de la vida del hombre como el suceder de las estaciones lo es de las plantas, o del nacimiento de los niños.
Estamos en camino pero no caminando, estamos encima de un vehículo sobre el que nos movemos sin parar, como una gran planchada, o como esas ciudades satélites que dicen que habrá. Ya nada anda a paso de hombre, ¿acaso quién de nosotros camina lentamente? Pero el vértigo no está sólo afuera, lo hemos asimilado a la mente que no para de emitir imágenes, como si ella también hiciese "zapping"; y, quizás, la aceleración haya llegado al corazón que ya late en clave de urgencia para que todo pase rápido y no permanezca. ste común destino es la gran oportunidad, pero ¿quién se atreve a saltar afuera? Tampoco sabemos ya rezar porque hemos perdido el silencio y también el grito.
En el vértigo todo es temible y desaparece el diálogo entre las personas. Lo que nos decimos son más cifras que palabras, contiene más información que novedad. La pérdida del dialogo ahoga el compromiso que nace entre las personas y que puede hacer del propio miedo un dinamismo que lo venza y les otorgue una mayor libertad. Pero el grave problema es que en esta civilización enferma no sólo hay explotación y miseria, sino que hay una correlativa miseria espiritual. La gran mayoría no quiere la libertad, la teme. El miedo es un síntoma de nuestro tiempo. Al extremo que, si rascamos un poco la superficie, podremos comprobar el pánico que subyace en la gente que vive tras la exigencia del trabajo en las grandes ciudades. Es tal la exigencia que se vive automáticamente, sin que un sí o un no haya precedido a los actos.
La mayoría de la humanidad es empleada de un poder abstracto. Hay empleados que ganan más y otros que ganan menos. Pero ¿quién es el hombre libre que toma las decisiones? Ésta es una pregunta radical que todos hemos de hacernos hasta escuchar, en el alma, la responsabilidad a la que somos llamados.
Creo que hay que resistir: éste ha sido mi lema. Pero hoy, cuántas veces me he preguntado cómo encarnar esta palabra. Antes, cuando la vida era menos dura, yo hubiera entendido por resistir un acto heroico, como negarse a seguir embarcado en ese tren que nos impulsa a la locura y al infortunio. ¿Se le puede pedir a la gente del vértigo que se rebele? ¿Puede pedirse a los hombres y a las mujeres de mi país que se nieguen a pertenecer a este capitalismo salvaje si ellos mantienen a sus hijos, a sus padres? Si ellos cargan con esa responsabilidad, ¿Cómo habrían de abandonar esa vida?
La situación ha cambiado tanto que debemos revalorar, detenidamente qué entendemos por resistir. No puedo darles una respuesta. Si la tuviera saldría como el Ejercito de Salvación, o esos creyentes delirantes -quizás los únicos que verdaderamente creen en el testimonio- a proclamarlo en las esquinas, con la urgencia que nos separan de la catástrofe. Pero no, intuyo que es algo menos formidable, más pequeño, como la fe en un milagro lo que quiero transmitirles en esta carta. Algo que corresponde a la noche en que vivimos, apenas una vela, algo con qué esperar.
Las dificultades de la vida moderna, el desempleo y la superpoblación han llevado al hombre a una dramática preocupación por lo económico. Así como en la guerra la vida se debate entre ser soldado o estar herido en algún hospital, en nuestros países, para infinidad de personas, la vida está limitada a ser trabajador de horario completo o quedar excluido. es grande la orfandad que cunde en las ciudades; la gran soledad de la persona original es una de las tragedias del vértigo y de la eficiencia.
La primera tragedia que debe ser urgentemente reparada es la desvalorización de sí mismo que siente el hombre, y que conforma el paso previo al sometimiento y a la masificación. Hoy el hombre no se siente un pecador, se cree un engranaje, lo que es tragicamnete peor. Y esta profanación puede ser únicamente sanada con la mirada que cada uno dirige a los demás, no para evaluar los méritos de su realización personal ni analizar cualquiera de sus actos. Es un abrazo el que nos puede dar el gozo de pertenecer a una obra grande que a todos nos incluya.
Si a pesar del miedo que nos paraliza volviéramos a tener fe en el hombre, tengo la convicción de que podríamos a vencer el miedo que nos paraliza como a cobardes. Yo he pasado riesgos de muerte durante años. ¿Sin miedo?. No, he tenido miedo hasta la temeridad pero no he podido retroceder. Si no hubiese sido por mis compañeros, por la pobre gente con la que ya me había comprometido, seguramente hubiera abandonado. Uno no se atreve cuando está solo y aislado, pero sí puede hacerlo sí se ha hundido tanto en la realidad de los otros que no puede volverse atrás. Cuando trabajé en la CONADEP, de noche soñaba aterrado que aquellas torturas, frente a las cuales yo hubiera preferido la muerte, eran sufridas por las personas que yo más quería. Impávido en el sueño, luego me despertaba angustiado y sin saber cómo seguir, pero horas después no podía negarme a escuchar a quienes pedían que yo los recibiera. No podía, era inadmisible que hubiese dicho que no a esos padres cuyos hijos, en verdad, habían sido masacrados.
Quiero decirles que no lo podía hacer porque ya estaba adentro, involucrado. Así es, uno se anima a llegar al dolor del otro, y la vida se convierte en un absoluto. Las más de las veces los hombres no nos acercamos siquiera al umbral de lo que está pasando en el mundo, de lo que nos está pasando a todos, y entonces perdemos la oportunidad de habernos jugado, de llegar a morir en paz, domesticados en la obediencia a una sociedad que no respeta la dignidad del hombre. Muchos afirmarán que lo mejor es no involucrarse, porque los ideales finalmente son envilecidos como esos amores platónicos que parecen ensuciarse con la encarnación. Probablemente algo de eso sea cierto, pero las heridas de los hombres nos reclaman.
Pero esto exige creación, novedad respecto de lo que estamos viviendo y la creación sólo surge en la libertad y está estrechamente ligada al sentido de la responsabilidad, es el poder que vence al miedo. El hombre de la posmodernidad está encadenado a las comodidades que le procura la técnica, y con frecuencia no se atreve a hundirse en experiencias hondas como el amor o la solidaridad. Pero el ser humano, paradójicamente sólo se salvará si pone su vida en riesgo por el otro hombre, por su prójimo, o su vecino, o por los chicos abandonados en el frío de las calles, sin el cuidado que esos años requieren, que viven en esa intemperie que arrastrarán como una herida abierta por el resto de sus días. Son doscientos cincuenta millones de niños los que están tirados por las calles del mundo.
Estos chicos nos pertenecen como hijos y han de ser el primer motivo de nuestras luchas, la más genuina de nuestras vocaciones.
De nuestro compromiso ante la orfandad puede surgir otra manera de vivir, donde el replegarse sobre sí mismo sea escándalo, donde el hombre pueda descubrir y crear una existencia diferente. La historia es el más grande conjunto de aberraciones, guerras, persecuciones, torturas e injusticias, pero, a la vez, o por eso mismo, millones de hombres y mujeres se sacrifican para cuidar a los más desventurados. Ellos encarnan la resistencia.
Se trata ahora de saber, como dijo Camus, si su sacrificio es estéril o fecundo, y éste es un interrogante que debe plantearse en cada corazón, con la gravedad de los momentos decisivos. En esta decisión reconoceremos el lugar donde cada uno de nosotros es llamado a oponer resistencia; se crearán entonces espacios de libertad que puerden abrir horizontes hasta el momento inesperados.
Es un puente el que habremos de atravesar, un pasaje. No podemos quedar fijados en el pasado ni tampoco deleitarnos en la mirada del abismo. En este camino sin salida que enfrentamos hoy, la recreación del hombre y su mundo se nos aparece no como una elección entre otras sino como un gesto tan impostergable como el nacimiento de la criatura cuando es llegada su hora.
Los hombres encuentran en las mismas crisis la fuerza para su superación. Así lo han mostrado tantos hombres y mujeres que, con el único recurso de la tenacidad y el valor, lucharon y vencieron a las sangrientas tiranías de nuestro continente. El ser humano sabe hacer de los obstáculos nuevos caminos porque a la vida le basta el espacio de una grieta para renacer. En esta tarea lo primordial es negarse a asfixiar cuanto de vida podamos alumbrar. Defender, como lo han hecho heroicamente los pueblos ocupados, la tradición que nos dice cuánto de sagrado tiene el hombre. No permitir que se nos desperdicie la gracia de los pequeños momentos de libertad que podemos gozar: una mesa compartida con gente que queremos, unas criaturas a las que demos amparo, una caminata entre los árboles, la gratitud de un abrazo. Un acto de arrojo como saltar de una casa en llamas. Éstos no son hechos racionales, pero no es importante que lo sean, nos salvaremos por los efectos.
El mundo nada puede contra un hombre que canta en la miseria.

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