jueves, 17 de septiembre de 2015

               EL RADICAL OCULTO QUE LLEVAMOS DENTRO

        Interrumpo de golpe lo que estaba haciendo por la urgencia emergente de esta reflexión. Arranco de un leitmotiv que me martiriza hace días:  El radicalismo popular, por desgracia, no sólo está presente en grupos humanos de triste fama como la Kale Borroca, el Estado Islámico, los individuos pro nazis o el Ku Klux Klan, por decir unos cuantos. De manera invisible, dentro de todos nosotros habita un instinto gregario que embota nuestras conciencias y corroe nuestros corazones, haciéndonos sentir especiales, mejores y más listos, cuando conectamos emocionalmente con el acogedor grupo afín, que, sin más profundización, defiende el argumento que se aproxima al que un día mamaron en la infancia. Así de fácil y de simple. Con el detonador de la soberbia y la ignorancia se gestaron bandos y bandas que perpetraron asesinatos, instigaron guerras y definieron diferencias irreconciliables, que han salpicado y salpican de odio, sangre y terror la historia.
Hay que seguir repitiendo hasta la saciedad cosas tan obvias como que nuestra “verdad” no es incuestionable ni la única o mejor “verdad”. La verdad es una gigantesca y multifacética gema esférica, quetiene tantas caras ciertas como puntos conforma ese curvo universo que nos rodea.
Uno puede discutir un dato objetivo, defender su “punto de vista” o, incluso, con ánimo constructivo, criticar la inconsciencia o enajenamiento del que nos quiere dañar desde su caverna, pero no se puede juzgar y menos atacar a quienes miran desde otro hemisferio o diferente ángulo de esa enorme y plural realidad.
Bonita palabra la empatía. En el mejor de los casos, si se tiene el afán de conocimiento bien entrenado, se ha de asomar uno a esa otra cultura que nos choca, su otra visión, sus raíces, las limitaciones del cerebro que la porta, su herencia, hasta entender al “diferente”, su historia y sus motivos. Sólo entonces, si después de todo ese trabajo de escaneo no logramos encontrarnos con su discernimiento o su corazón, podremos apartarnos sin ira o defendernos del daño que nos cercioremos que amenaza desde su miedo o falta de compasión, pero neutralizando siempre todo juicio valorativo, toda animadversión y toda emoción destructiva, por difícil que nos parezca.
A ese acoger, comprender, perdonar, ponerse en el lugar del otro, ayudar, amar, nos enseñaban nuestros principios cristianos. Ningún maestro nos instó a afilar la lengua, la pluma o la espada, para lucir nuestras artes sin piedad en la destrucción del que no pensaba como nosotros. Lo de las “guerras santas” (todas) vino después, fruto de la ceguera, los odios y la manipulación de los poderosos en pro de sus propios intereses.
La “indignación” no me gusta. Me parece que el que se “indigna” pierde la “dignidad” y, sin eso (igual que sin cabeza o sin corazón), no se va a ninguna parte.  Con el sobrenombre también de “santa” se la soporta sobre los hombros de quienes han tenido que limpiar los templos de mercaderes y los caminos de mangantes. Hasta ahí, llego. Más allá, no. Mi tiempo, mi cultura, mis valores, exigen otras respuestas más compasivas, comprensivas, imaginativas y eficaces.
 Pero la severidad y la cerrazón están por todas partes. Se me revuelve el alma contemplando cómo, hoy en día, personas inteligentes y bondadosas, capaces de actos heroicos, no lo son de gestionar adecuadamente sus pasiones y grabaciones, y no consiguen evitar perder el norte a la hora de evaluar situaciones como las que ahora mismo ocupan a nuestro privilegiado primer mundo.
A veces creo que nada ha cambiado en España desde el 36, y muchos de los “indignados” de un lado o de otro, una docena de los amigos de distinta cuna que ahora me leen con variable impaciencia, en cuanto tuvieran poder u oportunidad, mandarían contra la tapia a los que no pensamos como ellos, hasta con el dudosamente noble afán de beneficiar a la “patria”.
La política ha perdido su oportunidad de ganar altura y escalar sus metas más intrínsecas,  para que en la cúspide de sus intereses estuviera siempre y por encima de cualquier otro emblema o valor, el ser humano.
En cualquier caso, no se puede perder el tiempo en pequeñeces domésticas y, menos, dedicarlo a criticar al vecino, su miedo, su conservadurismo, su ordinariez, su populismo o su buenismo, sin saber siquiera de sus auténticas bondades, sus valores, sus excelencias o sus méritos en la gestión del bien común y de sí mismo.
No me interesan los gestores del mal menor cuando las coordenadas que rigen sus decisiones son oportunistas, interesadas o cortoplacistas, y siempre consideran responsabilidad de otros el bien mayor. No es tiempo de cobardes, y el oficio de administrar justicia y gobernanza requiere de mucha valentía, porque los problemas que nos amenazan no son menores ni admiten ensayos. Y no piensen los que me leen que me refiero a la inseguridad que proporciona el problema cierto y preocupante del terrorismo o la globalización del mal, pero es que hay otros.  A corto, medio y largo plazo, hay dramas que atender y hemorragias que atajar que no admiten demora porque nos va en ello lo más sagrado:
El auxilio a los que sufren dentro y fuera; la gestión eficaz de las oleadas migratorias; el apoyo diplomático, político y económico in situ que las evite; el afrontamiento de los peligros reales del cambio climático y sus consecuencias; las acciones preventivas sobre la población amenazada de las zonas previsiblemente afectadas por las inminentes catástrofes (naturales o no); el blindaje y actuación unánime contra la corrupción y la evasión fiscal; el encumbramiento de la ética como norte y guía de todas las transacciones y conductas; la mejora en la educación de la infancia y de la población en general hacia el respeto, el servicio y el consumo responsable; la erradicación del culto al lujo y la banalidad; la exigencia de un sobreesfuerzo en pro del bien común por encima de ningún beneficio personal en todas las decisiones empresariales, políticas y económicas; la gestión eficiente de los recursos y deshechos; el apoyo a la investigación y el desarrollo como motor de progreso; la provisión permanente de la protección a la salud, alimentación y cobijo como derecho de nacimiento de todo ser humano; la exigencia del merecido cuidado y bienestar de nuestros mayores; el profundo respeto hacia los océanos, los espacios naturales y todas las especies animales, etc., etc., etc. 
Hay tanto por hacer que, para qué empecinarnos en contarnos los lunares unos a otros si podemos inspirarnos al contemplar y conservar en nuestra memoria la hermosa sonrisa con la que venimos todos al mundo.
El impulso hacia una fraternidad planetaria no es chifladura de soñadores desocupados, sino un fin superior y misión principal de cualquier humano orgulloso de serlo. Puedo asegurar que no es utópico, porque es mucho más lo que nos une que lo que nos separa, y las banderas y fronteras sólo son monumentos al miedo, antifaces y muros de la vergüenza, membranas que aíslan y tendrán que ser desacreditados y desmontadas a lo largo de los próximos lustros. No hay más nacionalismo posible que el orgullo de ser ciudadanos del universo y hermanos de todas sus criaturas.
Mientras tanto, y ya que tenemos que permanecer todavía por un tiempito ordenados, ordeñados y clasificados en ésta, nuestra casa común, distingámonos sólo por nuestro celo en el servicio, convirtámosla en un confortable hogar para todos los que en ella nacimos, y demos hospitalidad inteligente a cuantos necesitados y peregrinos de buena voluntad nos transiten.
Así sea.
                                              Vicky Moreno / Septiembre 2015