viernes, 1 de marzo de 2019

EL IDIOTA MORAL - Comentarios al ensayo de Norbert Bilbeny.
En estos tiempos en que el abuso de las definiciones empieza a complicar más que a favorecer el entendimiento, de vez en cuando aparecen conceptos geniales que, de tan acertados, bien pareciera imposible no encontrarlos en uso habitual. Eso me ha pasado a mi esta mañana al toparme con lo que Norbert Bilbeny, profesor de ética en Barcelona, definió como el “idiota moral”.
Disculpen mi retraso los eruditos, pero, déjenme por un rato disfrutar de la ilusión del descubrimiento y de la pasión por escudriñar y desarrollar tan desafiante epíteto.
Bilbeny denomina “idiota moral” a aquel individuo que no se diferencia de los otros por tener un CI inferior a la media sino por tener atrofiada o nublada una visión realista que le permita calcular las implicaciones éticas de sus actos y de sus decisiones, más impulsadas por inercias, paquetes educativos, manipulación, imitación, deseos o grabaciones, que por un sano ejercicio intelectual que le permita la libre elección tras la evaluación consciente de consecuencias. En algunos casos, tan alarmante es el grado de su “idiocia moral”, que muchos son incapaces de distinguir el bien idealizado del mal previsible, sobre todo cuando éste se contrapone a sus ilusiones o inercias.
Los idiotas morales están por todas partes y, a menudo, su pereza mental y apatía moral se refugia en el orden establecido, pasando por defensores de principios y valores, que ellos creen sinceramente promover, porque, el “idiota moral” no es una mala persona, sino un obediente irreflexivo que, por no sumar discernimiento en el cálculo de las repercusiones de sus actos a medio y largo plazo, se autoengaña o es carne de cañón de manipulaciones así como hoja al viento de oleadas egocéntricas, emocionales, personales o sociales.
El de “idiota moral” es el más democrático de los calificativos, porque los hay de izquierdas y de derechas, cultos e incultos, poderosos y humildes; preocupados padres de familia, líderes de opinión o predicadores ejemplares. El único denominador común es que todos ellos van a omitir profundizar demasiado o poner en cuestión lo que su apetito, consignas o grabaciones educativas les impulsen a hacer, objetivos que van a aparecer a sus ojos como razonables verdades absolutas. 
Según su relevancia social y alcance de su poder y decisiones, esa irreflexividad puede llevarles a ellos y a los que les rodean a complicadas situaciones, de lamentables y hasta peligrosas consecuencias.
Si se repara en la historia más reciente, se diría que muchos presidentes de gobierno, elegidos democráticamente, han sido idiotas morales. Es más, da la triste impresión (merecedora de otro artículo) de que la condición inexcusable para llegar a ser un mandatario públlico podría consistir precisamente en padecer algún grado de dicha atrofia ética ya que, probablemente, como dicen las personas de acción: “el exceso de análisis produce parálisis”, por lo que, una estricta moral hubiera impedido su ascenso político.
Podría pensarse que el hábito hace al monje, pero también que el monje, para llegar a serlo, ha tenido que pasar por tantos hábitos y ojos de aguja en los que fue estrechando su criterio moral, que la idea del mal menor termina por dominar su ideario ético y elastizar sus márgenes de juicio.
Como decía Bilbeny, los idiotas morales “tienen los ojos abiertos, pero los sentidos cerrados”, es decir, son inteligentes, pero no buscadores de la verdad….
¿Podría ser que su principal virtud fuera su mayor defecto? Es decir, ¿el sentido práctico que les permite trepar en la escala social es la misma característica que, en el otro extremo, va a terminar produciendo la reducción y atrofia tanto moral como emocional de todo aquello que no conjuga con sus afanes y sus metas?
Asombra ver en estos días las declaraciones de todos los detenidos por corrupción, comprobando cómo su “intachable” autobiografía glosa gestos de alta moral y hasta noble trayectoria política y social, lo que les insta a aparecer ante las cámaras alardeando de la legalidad de sus actos, amparados por los suyos y con la frente bien alta, lo que viene a corroborar el hecho de que los “idiotas morales” ni siquiera saben que lo son.
Así sucede también en los movimientos fanáticos de masas. Los seguidores del nazismo son para Bilbeny el prototipo de “idiota moral” porque los considera “individuos inteligentes y bien instruidos que, al igual que los seguidores de Stalin, fueron responsables del asesinato de millones de personas”. Según él, el Siglo XX, con sus genocidios, desmiente una antigua creencia de Occidente que asegura que quien conoce el bien o está al menos en condiciones de pensar, no comete el mal o, dicho con otras palabras: “que el buen entendedor es también buena persona”, cuestión desmentida por la demostrada independencia entre entendimiento y capacidad de análisis moral y voluntad activa de bien.
No debemos caer en el error de confundir al “analfabeto emocional” con el “idiota moral”. La incompetencia del primero sólo afecta a sus relaciones personales y sentimentales, pero, pese a su falta de habilidad para la expresión de sus emociones, si no padece simultáneamente una “idiocia moral”, la calidad ética de su conducta y la profundidad de sus análisis puede no estar perjudicada. No así, cuando la despreocupación por las repercusiones de sus acciones u omisiones ha ido empercudiendo su membrana sensible, provocando algún tipo de desviación o impermeabilidad. En ese caso, la posibilidad de que ambos síndromes se sumen es muy alta, convirtiéndole en una persona muy contradictoria y tóxica, ya que, lo que distingue fundamentalmente a un individuo sensible y cabal es la capacidad transitiva para percibir los sentimientos del otro, impulsándole a la necesidad de cuidarlos y a aceptar el compromiso consciente de investigar y procurar de manera eficaz el bien común.
El amor cristiano o la compasión budista, es decir, la facultad superior que transforma las emociones egoicas en sentimientos responsables, activando la voluntad de bien hacia el otro y la reflexión sobre la mejor manera de procurarla, sería la antítesis de la “idiocia moral”.
La educación es el más importante escenario preventivo de estas desviaciones, porque es el campo de entrenamiento del discernimiento. La costumbre de hacerse preguntas promueve la capacidad de pensamiento, de análisis, de crítica. Quien es capaz de cuestionarlo todo está menos expuesto a caer en defectos, excesos o fanatismos, siempre peligrosos para el desarrollo moral.
Vicky Moreno / Febrero 2016