sábado, 5 de febrero de 2011

SOBRE LA TERNURA – Por Vicky Moreno

            He de confesar que soy adicta. He tenido que madurar para comprender que soy adicta… a la ternura. No tengo otro vicio, pero, por más que me avergüence la dependencia de ningún tipo, mi bienestar está muy condicionado por la cantidad de la que doy o recibo. En el darla, hay vocación y misión; en recibirla, descanso. En sentirla, no hay oprobio; en pedirla, humillación.
            Pero, para mi sorpresa, no me diferencio mucho de otras mujeres. Tan sólo en  el hecho de darme cuenta, lo que me permite observarme y mantener un cierto estado de alerta para intentar no caer en la mendicidad o en el atraco, y una especie de soberanía, muy zurcida pero suficiente, para  impedirme ejercer de Margarita Gautier, lapa parásita  petrificada o  bufanda de nadie.
            Porque hay adictos y adictos, y una será adicta, pero muy digna.
            Hay muchas, muchísimas adictas (y menos adictos) a la ternura. Probablemente sea la adicción más concurrida y causa original de muchas otras. Lo ves en la calle desde la más tierna edad. Los signos son muchos y pasan incluso por el atuendo de los jóvenes, que en algunos casos parecería propio de quien pide “guerra” y, en el fondo, sólo representa el grito de la necesidad de reconocimiento  y ternura de quien lo porta.
            Todo el mundo necesita consideración, contacto y cariño. Los bebés humanos y animales mueren si no obtienen su dosis diaria. Después, sigue siendo igual, no nos engañemos, pero, por una extraña perversión de nuestra sociedad, mediocre y medieval, el hambre natural se esconde, el consumo de ternura casi se ridiculiza,  y se relega a fiesta carnal de alcoba, de la que tampoco se habla más que para presumir y bromear con  la menos relevante de sus manifestaciones, que es el coito. La mera coyunda, que sólo sería la metadona del alma sedienta, ha logrado instalarse en nuestra iconografía y lenguaje en un grado tan  superlativo, que ha desplazado y casi ridiculizado toda otra manifestación, como si la gracia de una gárgola elegante y de indudable mérito en sí misma, ocultara a los ojos la grandeza de la catedral que hay delante, detrás y en medio.
            No, señores, no. Yo soy adicta, pero no tonta. No nos confundamos. Ni a ustedes ni a mi nos interesa tanta ñoñería televisiva, ni tanto folletín debilitante, ni tanto folletón descerebrado. No son verdad. No es verdad que queramos eso, ni admiremos eso, ni seamos eso. Todo ese escándalo mediático, esa búsqueda de notoriedad de los payasos que aparecen (perdón a los del circo), sólo es necesidad de ternura. Ni más ni menos.
            El lenguaje engaña, se llena de tópicos y de subterfugios porque los que presumen de metrosexuales venden más hoy en día que quienes muestran su hambre de caricias y afecto; pero, en realidad, nada es el meter sin ellos. Es en el acariciar, en el contemplar, en el compartir, en el descubrir, en el proyectar, en el reír, donde está la catedral. Es permitir que el deseo vaya más allá de la cárcel genital, se exprese, se haga libre, se atomice y se concentre un millón de veces, hasta que estalla.. o no estalla, pero te diluye y te renace en el otro.
            Las mujeres tenemos fama de incomprensibles. Algo de eso hay, debido al problema inicial de que nuestro cerebro está generalmente más capacitado para abarcar y abrazar, mientras que el del hombre manifiesta más habilidad para apretar y alcanzar. Perfectos ambos y complementarios, pero difíciles de acoplar cuando se retan o se ponen picudos. No importa.  No preocuparse. Alégrense las parejas, porque les voy a dar una fórmula infalible: Cuando sus colegas parezcan expresar en forma extraña o contradictoria sus necesidades, no están bobos o han dormido mal. Acuérdense. Es ternura, dulzura y cordura lo que piden. Es hambre de coherencia y cariño. Sus quejas no son lo que parecen, es falta de mimos. Sus caprichos, no son lo que manifiestan, es falta de reconocimiento. Su distancia no es de desapego, es falta de calor.
            Para la mayoría de las mujeres, una caricia vale más que una joya y una joya no suple a una caricia, salvo cuando la adorna y simboliza. Para la mayoría de los hombres, un regalo no compensa un rechazo, y en el alma del niño queda grabada a fuego la inseguridad que produce.
            Todos queremos ser especiales y sólo lo medimos en el aprecio continuado, manifiesto y sincero del otro. 
            ¿Es tan difícil de entender?
            ¿Soy sólo yo?
            ¡Un poco de ternura… por favor!
   

2 comentarios:

  1. Gracias, Vicky, me siento totalmente identificada con tu texto. Un abrazo!

    Séfora

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  2. Solamente quien ha sentido la serena ausencia de la ternura en alguna ocasión,puede invocar con tanta pasión la reivindicación de la misma como motivo de alegría existencial, de ardiente y maravillosa dependencia. Quien nunca ha sentido el deseo de dar y recibir ternura, ni ha vivido, ni jamás habrá gozado de ese instante efímero y eterno del éxtasis de su disfrute

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