BELLOS CANTOS DE SIRENA
Yo no
uso cajitas para separar mis territorios, pero, si las usara, hoy se habrían
desbordado todas. Como las magdalenas en el horno, mis sentimientos habrían
rebasado sus márgenes de papel, desparramando sus moléculas hasta formar una
sola masa, cálida y fragante, que lo llenaría todo.
Es lo que tienen las efervescencias
interiores, que no son buenas ni malas porque tal fenómeno culinario trasciende
los opuestos. No hay mejor sensación ni mejor meta que la humilde certeza de
reconocerse porción diminuta de ese inmenso mar, dejarse hornear y habitarlo
todo.
Pero, aunque sirvan de nave con la que surcar
o compartir destinos, las emociones en sí no son la meta. Lo esencial no es ser
querido, sino experimentar la grandeza del amor, por medio del amar (de a-mor =
no muerte, según algunos).
Por supuesto que no
hablo de la efímera embriaguez romántica, sino de la experiencia sublime que alcanza
a los generosos y valientes cuando pierden el miedo y acuden a la llamada de
las profundidades, dejándose ir en brazos de las sirenas que invitan a esa
entrega.
Ulises
se equivocó al hacer que le encadenaran para evitar seguirlas, igual que tantos
otros se equivocaron y equivocan al aceptar las paralizantes ataduras del deber
y lo aprendido basado en la cultura del castigo, mientras que faltan a la
obligación suprema de fluir, dejarse ser y amar.
Ciegos por la rutina o el temor, se
amarran al mástil de los convencionalismos, de la inercia, de la acumulación,
de los afectos interesados y las expectativas ajenas, creyendo con ello estar a
salvo de las iras de Circe, que, en el fondo, sólo les está ofreciendo la
oportunidad de superarse a si mismos y ganar su libertad y aprecio.
La Odisea es un mito mal interpretado que
ha empapado nuestra civilización. La advertencia encriptada era otra, más
parecida al mensaje universal del que hablamos. Como en otros tiempos, hoy sigue llegando este
mensaje y son reconocibles en nuestro entorno este tipo de personas:
Los "rectos", como individuos
encapsulados en sus cajitas, que nunca se atrevieron a mirar más allá de sus
márgenes, difundían y difunden la tenebrosa fantasía de que los cantos de
sirena son peligrosísimos porque desestabilizan el entorno y evocan los más lúdicos,
lúbricos y populistas ensueños, arrastrando a quienes los escuchan al Hades,
donde serían devorados para no regresar jamás. Para evitarlo, han de taparse
los oídos, conservarse ordenados y firmes en sus principios, ciegos a la magia
y sordos a su música, a fin de resistir toda tentación, respetando y haciendo
respetar la más rancia tradición. (El consiguiente acorchamiento les
supone incluso un seguro de flotabilidad).
Hay quien se lo cree, y hay quien simplemente
obedece a los que levantan el dedo, pero todo el mito ha sido falseado durante
milenios para justificar hacer lo que siempre se hizo.
Los anfibios seres señalados por Ulises no
eran marinos, ya que, en realidad, en tiempos de Homero se describía a las
sirenas como criaturas mitad humanas y mitad aves (la Iglesia Católica
metamorfoseó después la leyenda para convertirlos en voluptuosas tentaciones
femeninas).
Presumo que tampoco su llamada era a la
perdición, sino a la luz, pues invitaban a salir de la caverna, escapar de la
tormenta, de la noche oscura del alma, hacia el flujo dinámico de la vida
(“todo ha de morir para nacer de nuevo”). Su música era la canción de la
creación, a cuyo ritmo de avance nuestra parte más densa se resiste, sin saber
que, quien se dona y diluye entre sus notas, puede convertir el abandono en
herramienta al servicio del crecimiento, el gozo y la trascendencia.
Multitud de mensajes de la sabiduría
ancestral nos invitan a despegar de la aparente firmeza del suelo que nos
ancla, de la zona cómoda, superar grabaciones, desbordar los límites, investigar,
dinamitar el telón de acero de nuestros miedos y explorar sin temor las cimas y
profundidades de esa lúcida y luminosa experiencia oceánica que nos desembrida,
diluyendo nuestro ego y aportando tan solo
paz y bienestar a quien se atreve a vivir en el discernimiento y el servicio.
No hay nada que temer. Sólo hay que
dejarse hornear y aprender a volar... (y a bucear, por si acaso).
Vicky Moreno / Julio 2015