La muerte de Bin Laden me ha despertado hoy con la sensación de pesar por el mero dolor y fracaso que conlleva la imposible recuperación de un ser humano, rápidamente mezclada con la sensación de alivio por el peligro que su radicalismo asesino representaba, avivado con la ola de alegría de la que se hacían eco las emisoras.
El contraste de emociones es un excelente motor de búsqueda que nunca evito y me presto a tratar de contemplar lo que apunta, intentando salirme de lo aprendido e inmediato para hacer un análisis desapasionado, sin que los tópicos al uso me aparten de procurar la visión ecuánime de las cosas, porque... nada es lo que parece.
¿El bien y el mal son conceptos absolutos o son clasificaciones aprendidas que proceden de nuestra memoria (grabaciones que diseccionan, desnaturalizan, nombran y encierran en cajitas manejables la realidad)?
¿Existen como categorías morales o son herramientas de simplificación de nuestra mente bipolar?
En el nivel de lo cotidiano y común, ya me parece necesario un primer razonamiento, que sé de antemano que puede ser provocador:
No cabe ninguna duda de que alguien que mata a seres inocentes, que promueve el asesinato y el terror, es un ser oscuro que hace peligrar la paz de nuestra sociedad opulenta y democrática, pero ¿podemos tirar nuestras piedras con despreocupación y cara alta o en el modelo de sociedad que él combatía, las formas sofisticadas de avaricia, agoísmo, terrorismo de estado y manipulación mediática producen tantas o más muertes que las causadas por el odio y desvarío de los que se creen mensajeros del cielo?
¿Por qué aplaudimos y cantamos como un coro de niños las gestas de otros “mensajeros del cielo” que financian y apoyan a los que arriman ventajas a sus posiciones políticas e ideológicas, con independencia de los medios que usen para ello, las consecuencia que produzcan las armas que ellos mismos les vendan, la sangre que tenga el capital que financie sus fines o los “daños colaterales” que sus acciones u omisiones causen?
Todavía yéndonos un poco más a fondo en el análisis, podemos intentar poner en marcha la taladradora de nuestros cimientos si cuestionamos nuestras certezas contemplando la relatividad de todo lo que vemos, porque...
Si nuestro en principio inocente y sano juicio depende del rincón del mundo en el que nacemos, de la clase de información que nuestros sentidos alcancen a abarcar, del entorno cultural en el que nos movamos y de lo que hagamos con todo eso según nuestra capacidad intelectual y nuestra salud neurofisiológica, ¿puede haber alguien que sea culpable de algo? (...”perdónalos señor porque no saben lo que hacen.”)
¿Podemos rendir cuentas de lo que aparentemente pensamos y decidimos por nosotros mismos o somos pensados y decididos por nuestras grabaciones y circunstancias? ¿Seremos culpables de las consecuencias que provoca la causa que nos enrola o seremos las primeras víctimas de lo que con todo eso suceda? Es decir, ¿somos padres de nuestros hechos –y por ello responsables- o hijos de nuestros pensamientos?.. Y ellos, a su vez, ¿no son siempre hijos de nuestras emociones? Y, éstas ¿a qué plan orgánico, planetario, cósmico o divino responden? ¿Nacemos INOCENTES? ¿Somos después INOCENTES del impulso pero culpables de las consecuencias que nuestra inconsciencia no alcanzó a parar? ¿Cómo ser culpables de lo inconsciente?
Y, ya, puesta en cuestión la culpabilidad y para desmontar definitivamente la jaula de los conceptos aprendidos, que tanta seguridad nos dan pero tanto nos limitan, me vuelvo a preguntar:
¿Estamos seguros de que lo que llamamos “bien” o “mal” lo es en términos absolutos? Esa categoría moral ¿existe?
Llevándolo al mundo animal, quizá comprendamos mejor lo que quiero decir, sólo con ánimo de reflexionar sobre lo que son las falsas verdades procedentes de las falsas percepciones:
Si observamos la conducta de cualquier animal depredador, veremos que su naturaleza imprime un impulso agresivo que asegura su alimentación, liderazgo o procreación. La literatura infantil está llena de clasificaciones entre animales “buenos” y “malos”, pero nuestra educación impone en la actualidad la superación de esos conceptos, dado que entendemos que el animal no hace más que “obedecer” la misión que le adjudica su naturaleza dentro del ecosistema que habita, siendo su supuesta “maldad” útil para ese mismo ecosistema. Y ni siquiera podemos alegar que es que matan sólo para comer porque no siempre es así.
Podríamos argumentar que la gran diferencia es que el ser humano no responde sólo a impulsos y tiene una capacidad de juicio y valoración de las consecuencias de sus propios actos, pero todos sabemos que eso, con frecuencia, no es así. Las más recientes conclusiones de la ciencia en relación con el análisis de la conducta humana, sugieren que las emociones (para bien y para mal) están en la base de nuestra conducta mucho más presentes de lo que se creía hasta ahora. Esos juicios y valoraciones que fabricamos para presentar nuestros proyectos o justificar comportamientos sólo maquillan lo que de antemano ya ha sido decidido por nuestros deseos o estructuras primarias instaladas en lo más hondo del subconsciente.
Cuando introducimos, además, el factor tiempo, la reflexión se va ya a un nivel poco manejable en el que se licuan los pilares de nuestra seguridad:
Volviendo al modelo natural y contemplando la perfección de flujos que hace coexistir a las especies, se asoma la posibilidad de que, lo mismo que el “peor” de los animales es al ecosistema tan útil como el más dulce de los pajarillos, así el hombre pasional, amante de los suyos, fiel creyente, idealista y sacrificado líder, que mata por un ideal mesiánico y hasta filantrópico, pueda ser a la energía profunda del planeta en que vivimos tan “útil” como el bondadoso campesino que sólo canta en la siega. Porque, a ese nivel, concebida la relatividad del bien y del mal, de la vida y la muerte, sabemos ya que las ideas de muchos héroes el tiempo las transformó en ideas criminales, y muchos ajusticiados por sus crímenes en realidad fueron héroes… Sólo el tiempo determinó el cambio de valores que relativizaron y rebautizaron sus conductas como gestas o asesinatos. ¿O los míticos cruzados no tenían nada de fundamentalistas?
Puedo sentir a veces que en la bolsa de la vida hay siempre un número igual de bolitas blancas y negras, como papeles energéticos del teatro del mundo que nos tocara encarnar rotativamente, hasta llegar a la dilución en la totalidad.
Mientras eso llega, sí podemos y debemos intentar conocer nuestra naturaleza esencial y las consecuencias de la conducta que se deriva de nuestros impulsos, al tiempo que podemos y debemos apartarnos y proteger a los que amamos de quienes tengan el desagradable papel de hienas. Lo que nunca podemos es juzgar o ser juzgados por la conducta derivada del lugar, momento o guión en el que estemos implicados.
Entonces, ¿existe algo parecido a la evolución? ¿Hay alguna esperanza para la humanidad?
Es consolador pensar que el conjunto que llamamos humanidad, compuesto de esos subconjuntos de energías móviles, es también un ser en evolución desde la piedra al ángel, como pensaba Unamuno, es decir, de la inconsciencia a la consciencia de sí mismo.
Lo que es arriba es igual a lo que es abajo y la humanidad puede evolucionar en conjunto desde la suma de sus partes, asimismo en evolución. Esa evolución es hacia la emergencia de su ser superior y se fragua desde el lento desarrollo de la globalización de la consciencia que va produciendo la compasión. El amor, tan reiteradamente mencionado en los textos sagrados de todas las escuelas como “virtud” esencial, es la herramienta que permitirá revelar en el hombre su condición divina, entendiendo por “condición divina” lo que queda del ser después de desnudarlo de todo lo que no es.
Todo está subordinado a unas leyes superiores que hacen pervivir lo útil y, a los fines planetarios, la compasión, como pasión-con, ayudaría a la construcción del “NOSOTROS”, que probablemente sea la vocación de conciencia común, final o principio de todo cuanto existe.
La naturaleza esencial de todo es sistémica. Los átomos se agrupan, las moléculas se agrupan, los órganos se agrupan y los hombres se agrupan. Está primado todo lo que lo facilita y mantiene esa cohesión. La compasión, siendo la facultad para sentir al otro y, por lo tanto, entrañarlo, incorporar su experiencia por asimilación, cumpliría ese papel a nivel social. Pero, la compasión no está sujeta a moralizaciones ni escalas de valores. Es un hecho casi biológico. Si me veo en el otro, si en el otro estoy yo, él está en mí y, entonces, ya somos un nosotros a cuidar y defender.... (Seguramente Bin Laden era muy compasivo en su entorno)...
La cuestión es CUÁL ES NUESTRO “NOSOTROS”, teniendo por cierto que, de manera inexorable, en este nivel de evolución en el que nos encontramos, cada vez que encarnamos un NOSOTROS, estamos generando enfrente otros NOSOTROS que percibimos como peligro por “bárbaros” (extranjeros).
¿Cuánto tiempo tenemos que esperar para que el NOSOTROS llamado HUMANIDAD se perciba a sí mismo y se reconozca y manifieste en toda su plenitud? No sabemos, pero merece la pena el esfuerzo. De momento, tampoco nos engañemos en la percepción de ese futuro porque, cuando el bienestar de esa globalidad parezca instalarse, cuando ese Yang parezca mostrar su albura, ya estará haciendo brotar el Yin, el opuesto o complementario del conjunto que la amenace y, por ello, dinamice.
La realidad es esférica y siempre cambiante y, lo mismo que cuando éramos sólo un conjunto llamado familia o tribu había otras que nos fustigaban, en el momento en el que por fin se coagule el macro organismo llamado humanidad, surgirán otros conjuntos u otras “entidades” que pondrán en riesgo nuestra integridad, porque siempre estará presente el mismo equilibrio dinámico de energías constructivas y destructivas, que se consumen y generan mutuamente en la danza incesante de la VIDA… TODO ESTÁ BIEN.
Y, si no, al tiempo.