Las amenazas del medio y los propios instintos gregarios y reproductivos inscritos en nuestras células nos han hecho a los humanos desde los orígenes buscarnos unos a otros y defendernos frente al bárbaro, el diferente, el extranjero. Da igual tribu o nacionalidad. Los desconocidos “ajenos” nos unen más a los “propios” y despiertan un “nosotros”, un agradable espíritu de clan frente al supuesto peligro.
Pero vivir en sociedad no es sólo cobijo y refugio de soledades. Es a la vez protección y amenaza. Una constante confrontación de intereses, desajustes de velocidades y roce de carrocerías protectoras hace difícil el bienestar soñado y nos hace vivir a la defensiva hasta entre los nuestros y en nuestra propia casa.
Análisis más profundo merecería, en el confuso bosque de la conducta humana, la justificación de la existencia de algo llamado culpa, pero no vamos a entrar ahora en ello. Sólo apuntar que la acción u omisión causante de un mal la mayor parte de las veces responde a una conducta automática aprendida y que, a menudo, pretende un bien propio o ajeno considerado eximente y superior para el que la ejecuta.
La falta de maldad de quien nos hiere no excusa la ignorancia y simpleza de planteamientos de quien se paraliza o inflama en la contemplación de las heridas. Es decir, la reacción incorrecta sobre la acción incorrecta no soluciona nada.
Con independencia entonces de que debamos apartarnos de quien nos daña y reeducar o alejarnos de quien nos quiera mal, si vemos detrás de las apariencias su inocencia, ¿cómo no perdonar?
Según la RAE, perdón es “la remisión de la pena merecida, de la ofensa recibida o de alguna deuda u obligación pendiente”. Noble tarea la de perdonar, pero hay una más noble: la de comprender, probablemente uno de los más altos ejercicios de discernimiento. Porque no es de aguantarse las ganas de contestar que nace la serenidad y el consuelo, sino de la dilución del enojo que proviene del ejercicio metódico del análisis consciente, la generosidad y la empatía.
Quien intenta comprender con sinceridad neutraliza la reacción inmediata de ira o autocompasión a través de siete pasos básicos:
- Explorar la posición desde la que miraba el “ofensor”.
- Investigar ecuánimemente su razón o extravío.
- Desvincular su intención de bien propio de la voluntad de mal ajeno.
- Desidentificarse como víctima.
- Desestimar como tal la “ofensa”, es decir, recalificar el acto como “error”.
- Dejar brotar en el corazón la compasión fraterna.
- Establecer un plan eficiente de protección mutua y ayuda.
Explorar la posición del otro e investigar sus paisajes mentales es un deporte que requiere práctica, pero que merece la pena entrenar por los altos réditos en bienestar que proporciona. Da muchas sorpresas entender las posiciones perceptivas que le movieron a la acción u omisión, y que sufrimos en nuestras carnes porque nos consentimos experimentarla como ofensiva o culposa. Al ponernos en sus zapatos, no siempre vamos a encontrar inocente al causante, pero sí le vamos a explorar con otros ojos. Entonces, será fácil ver que su intención real no era causar mal, aunque la ignorancia no le permitiera contemplar las consecuencias evitables de su atropello o su propia inercia de conseguidor.
No ofende el que quiere, sino el que puede. Y el poder sólo se lo da la lectura que hace el ofendido de los hechos, escogiendo recibir como daño real lo que con frecuencia sólo es una palabra mal dicha, un gesto inapropiado o una omisión de cuidado. Desidentificarse como víctima permite recuperar el poder y evitar la mayor de las agresiones, que es nuestra propia autocompasión.
Si hemos automatizado estos pasos hacia la comprensión, la empatía va a templarnos el corazón, permitiéndonos sentir compasión frente a un nuevo personaje que emerge a nuestros ojos: el ignorante, el inseguro, que daña la mayor parte de las veces sólo buscando su ración de importancia y afecto.
No obstante, cuidémonos de que el ejercicio de la compasión y el perdón no nos hagan perder reflejos. Es tiempo de eficiencia. Ya no podemos ser niños reactivos, rencorosos y llorones, pero tampoco sumisos sufridores. Practiquemos la paz. Seamos paz. Pero seamos también inteligencia y usémosla, sin agresividad, para reivindicar la verdad y la bondad, y para evitar causar, causarnos o que nos causen cualquier daño. Establezcamos estrategias de prevención, protección, educación y diálogo, sin odio y sin clasismo humillante para nadie.
Las acciones de los demás no podemos dirigirlas, sólo entenderlas y perdonarlas, pero las nuestras sí merecen una lupa de aumento sobre nuestros inocentes actos porque, hoy mismo, las últimas veinticuatro horas, con la mejor voluntad, seguro que hemos provocado, por acción u omisión, algún tipo de mal evitable a alguien…. Lo hicimos sin darnos cuenta, en duermevela de conciencia, pero ¿a que no somos “malos” y merecemos que nos entienda, que nos aprecie, que nos ayude a mirar desde su balcón y nos perdone antes de condenarnos?
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