Tengo que
confesarlo. Me entristece la Navidad, y eso no debía yo consentírmelo, dado mi
proverbial talante positivo. Puede que haya caído en la trampa de la ortorexia
moral, que puede estar agazapada al otro extremo de esta otra trampa del consumismo
desalmado. Quién sabe. O puede, simplemente, que esté hasta los mismísimos de
tanta falsedad y tanto ritual incuestionable e incuestionado.
La gente que sigue la corriente (nunca sé
cómo llamarlos sin ofender porque la mayoría son majísimos) coge estos días su
paguita o su Visa Oro y se sumerge contenta en el febril viacrucis, viafastos o
viacompras que, supuestamente, se organiza con la excusa de conmemorar la
llegada del Niño Dios hace muchicientos años (…anda que si yo fuera su supermadre
iba a dejar que se agasajara a mi bebé con tanta zarandaja y borrachera). Porque -y miren con rigor los hechos-, ¿qué
hay de bueno en esta forma de celebrar, para que podamos levantar la mirada,
con orgullo de aprendices atentos, frente a ese emblemático niño sediento del
amor de los hombres?
La raíz ancestral del encuentro evocaba la
luz, el calor, el amor, y tiene un origen que se pierde en la noche de los
tiempos. El instinto tribal de reunirse alrededor de la hoguera para, juntos,
evitar el frío, compartir el alimento y espantar peligros y fantasmas, es
consustancial al homo casi-sapiens, pero
¿qué hay hoy en día de todo eso en los escaparates, en los locales de moda, en
los espacios televisivos, en las mesas de gala?
Quizá es que para las masas esto de celebrar
es así. Como no pueden desparramar día a día de entusiasmo sutil y propio por
lo que respiran, por lo que ven, por lo que abrazan, tienen que hacerlo varias
veces al año (o algunos al mes) vía vanidad y consumo colectivo en vena,
dejándose el bolsillo, la salud y la alegría en eventos sociales, comilonas y
saraos que reúnen a personas que a menudo nada sincero, sano ni constructivo comparten.
Nadie se ofenda, que se señala.
Desparramar es imprescindible, eso si. Creo
que, de hecho, nacimos para desparramar. Miren, si no, cómo hasta nuestra
fisiología lo demuestra y nos lo pide desde los adentros (para muestra, las
satisfactorias explosiones físicas, mentales o emocionales que acompañan al
placer de hacer aquello que nos da salud y vida).
Pero no es lo mismo rebosar que evadirse. Aunque
con ambas cosas parezcamos salir de nuestro centro hacia un afuera prometedor,
con la segunda hay huida del lugar donde estamos, del espacio psicológico que
habitamos pero que no nos contiene. Salimos, sordos y ciegos, en busca del
corazón que, aunque desnutrido y famélico, ya llevamos dentro; vamos de fiesta
en cocktail, buscando el líquido que nos llene y dé sentido, como botellas
vacías con el tapón puesto.
En cambio, en el desparramar del que rebosa
hay donación de si, por sublimación y apertura. En este caso, la botella, que
vive abierta, con sólo existir está recibiendo de forma natural y constante la
energía del Universo, que la utiliza de aljibe y acequia para donar su néctar
allí donde esté. Aquí no hay día que
festejar, porque la llegada del Hijo de Dios se celebra con cada respiración y
a cada abrazo.
Simplificar y priorizar es imprescindible
para experimentar y saborear lo esencial: el milagro de formar parte del
Universo.
No es tiempo de comprar objetos; los tenemos
todos. No es tiempo de engordar egos y frivolizar conversaciones; nuestros
tímpanos están hartos. No es tiempo de comer y beber sin necesidad; nuestro
organismo está intoxicado…
Es tiempo de comprar conciencia y regalarla.
Es tiempo de apagar las luces y encender hogueras. Es tiempo de respirar y no
de aspirar. Es tiempo de suspender rutinas y avanzar ideas. Es tiempo de
construir y adorar cuanto Es. Es tiempo de amar y desparramar.
Vicky
Moreno / Diciembre 2011
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