El
estudio de la OCDE “Divididos estamos: por qué aumenta
la desigualdad” indica que “el
ingreso promedio del 10 por ciento de las personas más ricas representa nueve
veces el del 10 por ciento de las más pobres”, en los países
que integran la organización (cifras citadas en http://periodismohumano.com/economia/cuando-los-ricos-se-hacen-mas-ricos.html)
Me hundo frente a esas cifras. La
distancia entre ricos y pobres sigue aumentando en todo el mundo. En un mismo
país la renta per capita de sus gentes puede llegar a tener un diferencial de
15 a 1, es decir, como ejemplo y sin irnos a ningún país árabe, cuando un alto
ejecutivo europeo obtiene de media quince mil euros en un mes, un trabajador
con contratos precarios sucesivos no llega a los mil. ¿Hay quince veces más
horas trabajadas por el primero? NO ¿Hay quince veces mayor calidad en el
trabajo del primero? NO ¿Hay una producción real de bienes quince veces mayor
como consecuencia del trabajo del primero? NO
¿Hay siempre una formación quince veces más larga o más profunda? NO ¿Hay
quince veces más necesidades básicas en la vida del primero? NO.
Veamos un poco la secuencia del marco
psicológico, educativo, ético y social que la provoca:
Hace muchos años el sueño americano era
un reflejo del refrán de “el que
la sigue la consigue”. Se daba por supuesto que el esfuerzo, el trabajo y
la perseverancia podían hacer llegar a cualquier individuo a las más altas
cotas del ranking social, mejorando sus expectativas económicas a base de
competir de forma lícita entre iguales. Muchos fueron los llamados y pocos los
elegidos, pero el impulso de esa fe en el progreso resultó determinante para
que la sociedad industrial facilitara el despegue de personas que jamás hubieran
soñado con salir de la miseria y se ensanchara una clase media de gran
influencia.
En ese esquema se fue colando otro
principio vigente ad eternum como es el de que “quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija”, haciendo
que, poco a poco, ese sueño de progreso se volviera más asequible para los que
mejor se relacionaban, dando un golpe mortal a eso de la libre competencia y
disminuyendo las oportunidades para los que ponían sobre la mesa sus valores
esenciales por encima de sus habilidades sociales e influencias.
Podría parecer que esta ley de la selva
que primaba al más hábil ofrecía la sospechosa ventaja de permitir la selección
natural de individuos más dotados para el trueque, la seducción o la venta, y
eso, a su vez, hasta podría suponer una garantía de liderazgo ingenioso, amenidad
e incluso supervivencia para el sistema, pero no quedó ahí la cosa.
Los consejos de quienes “por su bien” incentivaban
la osadía frente al buen hacer y el discernimiento, dieron pie al sobreestímulo
de los chavales en las escuelas, universidades y familias. Ellos se esforzaban
por alcanzar titulaciones y acreditaciones sin alma, ignorando que facilitaban
la clonación de individuos con los escrúpulos ausentes o desnutridos. Con un
extraño consenso, se arengaban las ambiciones de los muchachos para que
pudieran convertirse en “triunfadores”, ante la amenaza de quedar marginados en
un mundo de “perdedores”, y propiciando así la competitividad feroz y el “todo
vale”.
En este escenario de guerra y de
vanidades, se creó el caldo de cultivo para la emergencia de otro agente: el
insaciable afán de lucro, que nos
hace recordar otro refrán: “el que más
tiene más quiere”.
Como virus letal, fue infectando la
tierra abonada de los avariciosos conseguidores, quienes, acostumbrados a
ocupar puestos de responsabilidad, se revestían de dignidad y esgrimían la
legalidad como blasón en su disfraz de honestas prácticas -más cercanas al robo
a mano armada que a gestión ética alguna-. Los trapicheos se realizaban desde
sus despachos y se contabilizaban con neologismos como “negro” o “B”,
disimulada la fachada con eufemismos
como los de comisiones sobre plusvalías, dividendos, participaciones en
beneficios, inversiones sociales o transacciones financieras.
Las grandes retribuciones pasaron a provenir,
curiosamente, de porcentajes poco relevantes que, dada su pequeña cuantía, los
prebostes, intermediarios y comisionados se llevaban sin llamar la atención,
hasta que se evidenció lo que representaba un porcentaje de nada aplicado sobre
tan enormes cifras. Y lo que es peor, esas enormes cifras eran simplemente
virtuales, dado que ningún bien tangible se derivaba de su manejo, y sólo eran
apuntes de cotización que se movían por las pantallas de acá para allá,
produciendo unos beneficios nada virtuales.
Ese dinero fácil, que ya no premia
esfuerzo ni mérito alguno diferente de la astucia y la estulticia, llevó a una
especie de “tonto el último” en el
que la carrera por las rentas del capital terminó por dejar muy lejos los
escrúpulos morales, y desdibujó definitivamente el análisis del origen ético o criminal
de los fondos que se usaban para producirlos.
Esos fondos han pasado a ser la vaca
sagrada que todo el mundo quiere ordeñar. Así, las desigualdades se incrementan
año tras año porque ya existen de origen enormes brechas: Entre los ciudadanos
favorecidos, la actitud depredadora se premia y la vaca se engorda, se presta
con intereses, cotiza en el mercado de valores, se ordeña y hasta se come. Los
otros, los que aún no llegaron a tener vaca, ni despacho, ni diplomas, ni
amigos que les recomienden, no pueden aspirar a beneficios tangibles sobre
valor virtual ninguno porque lo único que aprovechan de la vaca son sus bostas.
Nada pueden hacer, por tanto, para
cambiar esta situación, salvo rebelarse, pero, mejor que no, porque, entonces,
los que protestaran se harían molestos e, igual, por pesados, llegaban a
conseguir algún privilegio, o hasta irían a la universidad, obteniendo sus
certificados de calidad e incorporándose al mercado, con su vaquita y todo, con
lo que ya dejaríamos todos de ser pobres.
Pero, entonces,…. ¿qué íbamos a hacer con
tanta bosta?
Según he podido ver, la desigualdad económica es consecuencia del actual sistema económico. Los partidarios del sistema indicaron y siguen indicando que el crecimiento económico llegará a todos (princioio de la permeabilidad o infiltración), sin embargo, la experiencia ha eneñado que no es así, sino que nuestro sistema económico conduce a un enriquecimiento de los más ricos y en empobrecimiento de los más pobres. ¿Qué decir del descendo del salario mínimo para poder tranquilizar a los mercados, para premiarles por las fechorías que han realizado?
ResponderEliminar