lunes, 19 de diciembre de 2011

¿QUÉ HARÍAMOS CON TANTA BOSTA? – Por Vicky Moreno


El estudio de la OCDE “Divididos estamos: por qué aumenta la desigualdad” indica que “el ingreso promedio del 10 por ciento de las personas más ricas representa nueve veces el del 10 por ciento de las más pobres”, en los países que integran la organización (cifras citadas en http://periodismohumano.com/economia/cuando-los-ricos-se-hacen-mas-ricos.html)
         Me hundo frente a esas cifras. La distancia entre ricos y pobres sigue aumentando en todo el mundo. En un mismo país la renta per capita de sus gentes puede llegar a tener un diferencial de 15 a 1, es decir, como ejemplo y sin irnos a ningún país árabe, cuando un alto ejecutivo europeo obtiene de media quince mil euros en un mes, un trabajador con contratos precarios sucesivos no llega a los mil. ¿Hay quince veces más horas trabajadas por el primero? NO ¿Hay quince veces mayor calidad en el trabajo del primero? NO ¿Hay una producción real de bienes quince veces mayor como consecuencia del trabajo del primero? NO  ¿Hay siempre una formación quince veces más larga o más profunda? NO ¿Hay quince veces más necesidades básicas en la vida del primero? NO.
Veamos un poco la secuencia del marco psicológico, educativo, ético y social que la provoca:
Hace muchos años el sueño americano era un reflejo del refrán de “el que la sigue la consigue”. Se daba por supuesto que el esfuerzo, el trabajo y la perseverancia podían hacer llegar a cualquier individuo a las más altas cotas del ranking social, mejorando sus expectativas económicas a base de competir de forma lícita entre iguales. Muchos fueron los llamados y pocos los elegidos, pero el impulso de esa fe en el progreso resultó determinante para que la sociedad industrial facilitara el despegue de personas que jamás hubieran soñado con salir de la miseria y se ensanchara una clase media de gran influencia.
       En ese esquema se fue colando otro principio vigente ad eternum como es el de que “quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija”, haciendo que, poco a poco, ese sueño de progreso se volviera más asequible para los que mejor se relacionaban, dando un golpe mortal a eso de la libre competencia y disminuyendo las oportunidades para los que ponían sobre la mesa sus valores esenciales por encima de sus habilidades sociales e influencias.
       Podría parecer que esta ley de la selva que primaba al más hábil ofrecía la sospechosa ventaja de permitir la selección natural de individuos más dotados para el trueque, la seducción o la venta, y eso, a su vez, hasta podría suponer una garantía de liderazgo ingenioso, amenidad e incluso supervivencia para el sistema, pero no quedó ahí la cosa.
      Los consejos de quienes “por su bien” incentivaban la osadía frente al buen hacer y el discernimiento, dieron pie al sobreestímulo de los chavales en las escuelas, universidades y familias. Ellos se esforzaban por alcanzar titulaciones y acreditaciones sin alma, ignorando que facilitaban la clonación de individuos con los escrúpulos ausentes o desnutridos. Con un extraño consenso, se arengaban las ambiciones de los muchachos para que pudieran convertirse en “triunfadores”, ante la amenaza de quedar marginados en un mundo de “perdedores”, y propiciando así la competitividad feroz y el “todo vale”.
         En este escenario de guerra y de vanidades, se creó el caldo de cultivo para la emergencia de otro agente: el insaciable afán de lucro, que nos hace recordar otro refrán: “el que más tiene más quiere”.
    Como virus letal, fue infectando la tierra abonada de los avariciosos conseguidores, quienes, acostumbrados a ocupar puestos de responsabilidad, se revestían de dignidad y esgrimían la legalidad como blasón en su disfraz de honestas prácticas -más cercanas al robo a mano armada que a gestión ética alguna-. Los trapicheos se realizaban desde sus despachos y se contabilizaban con neologismos como “negro” o “B”, disimulada la fachada  con eufemismos como los de comisiones sobre plusvalías, dividendos, participaciones en beneficios, inversiones sociales o transacciones financieras.
     Las grandes retribuciones pasaron a provenir, curiosamente, de porcentajes poco relevantes que, dada su pequeña cuantía, los prebostes, intermediarios y comisionados se llevaban sin llamar la atención, hasta que se evidenció lo que representaba un porcentaje de nada aplicado sobre tan enormes cifras. Y lo que es peor, esas enormes cifras eran simplemente virtuales, dado que ningún bien tangible se derivaba de su manejo, y sólo eran apuntes de cotización que se movían por las pantallas de acá para allá, produciendo unos beneficios nada virtuales. 
      Ese dinero fácil, que ya no premia esfuerzo ni mérito alguno diferente de la astucia y la estulticia, llevó a una especie de “tonto el último” en el que la carrera por las rentas del capital terminó por dejar muy lejos los escrúpulos morales, y desdibujó definitivamente el análisis del origen ético o criminal de los fondos que se usaban para producirlos.
      Esos fondos han pasado a ser la vaca sagrada que todo el mundo quiere ordeñar. Así, las desigualdades se incrementan año tras año porque ya existen de origen enormes brechas: Entre los ciudadanos favorecidos, la actitud depredadora se premia y la vaca se engorda, se presta con intereses, cotiza en el mercado de valores, se ordeña y hasta se come. Los otros, los que aún no llegaron a tener vaca, ni despacho, ni diplomas, ni amigos que les recomienden, no pueden aspirar a beneficios tangibles sobre valor virtual ninguno porque lo único que aprovechan de la vaca son sus bostas.
     Nada pueden hacer, por tanto, para cambiar esta situación, salvo rebelarse, pero, mejor que no, porque, entonces, los que protestaran se harían molestos e, igual, por pesados, llegaban a conseguir algún privilegio, o hasta irían a la universidad, obteniendo sus certificados de calidad e incorporándose al mercado, con su vaquita y todo, con lo que ya dejaríamos todos de ser pobres.
          Pero, entonces,…. ¿qué íbamos a hacer con tanta bosta?


           

1 comentario:

  1. Según he podido ver, la desigualdad económica es consecuencia del actual sistema económico. Los partidarios del sistema indicaron y siguen indicando que el crecimiento económico llegará a todos (princioio de la permeabilidad o infiltración), sin embargo, la experiencia ha eneñado que no es así, sino que nuestro sistema económico conduce a un enriquecimiento de los más ricos y en empobrecimiento de los más pobres. ¿Qué decir del descendo del salario mínimo para poder tranquilizar a los mercados, para premiarles por las fechorías que han realizado?

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