La felicidad, como un pájaro raro,
no puede perseguirse o enjaularse
sin destruir con ello
el fractal de colores que creó nuestra mente,
por eso siempre lloran los que la atan.
Se expresa de otro modo su hermosura.
Sólo podemos
tenerle siempre listo un sólido refugio de ilusiones,
una cama de sueños con cobertor de espuma,
una buena despensa
repleta de alimentos no transgénicos,
en la que nunca falte
la mano generosa, la alegría, la entrega,
la calma, el desapego, la empatía
y un buen juicio entrenado
con el que prepararle ricos platos.
Después limpias los vidrios
para que ni una mota opaque la mañana,
adornas con mil flores las terrazas y,
extraña paradoja,
sales al porche y notas que no hay dama que llegue,
que acaso nada esperas, que tampoco te importa...
Se te olvida el motivo
y continúas
la ruta del milagro cotidiano,
ocupada en amar.
Entonces te das cuenta, percibes ese aroma,
esa conciencia nueva,
esa conciencia nueva,
y se hace penetrante
la azul capa de dicha que siempre estuvo ahí.
Nada de fuera viene.
Al fondo del pasillo, en el azogue,
aparecen visitas a lo lejos que nos traen alegrías o tristezas,
pero que apenas llegan a espejismos,
temores que reflejan implacables nuestras propias tinieblas,
alborozos sublimes que son huella de nuestra propia luz.
Vicky Moreno / Sept. 2010
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