Acabo de leer el excelente artículo que con
el nombre de “Putrefacción Infinita” escribe Pilar García de la Granja en El
Confidencial, poniendo en evidencia esta nueva clase de pornografía moral que
nos asola:
http://www.elconfidencial.com/opinion/facturas-pendientes/2013/02/12/putrefaccion-infinita-10713/
Mucho
es lo que en estos días se habla de corrupción, corruptelas y corruptos, sin
que yo pueda dejar de pensar cada vez que lo leo en que, por una parte, lo que
ignoré hasta este momento y ahora se desvela puede no ser más que la punta de
un iceberg mucho mayor cuyo conocimiento nos está y seguirá estando vetado, y,
por la otra, me plantee la necesidad de mirar mi porción de responsabilidad de
la que no me exime la ignorancia, es decir, me ocupe de averiguar cuánto de esa
desviación ética puedo identificar en mi entorno inmediato o incluso en mi
misma.
Cuesta
mucho hacer el mal a sabiendas. Para ser malos malotes hay que tener mucha
desafección o mucho infierno dentro. Por
eso, los malos a secas, pero inteligentes, o incluso los buenos negligentes,
necesitan envolver sus actos con argumentos que esgrimen motivos para la acción,
justificadísimos a su juicio y tan inverosímiles como sinceros.
En
el tercer caso están los ignorantes, que suelen hacer el mal por impulso,
omisión, reacción o avidez irrefrenable, e incluso en algún caso, tener a su
favor el único argumento que se puede estudiar desde la benevolencia: la
necesidad.
Europa entera se echa las manos a la cabeza
frente a cada uno de los nuevos casos que aparecen a diario en prensa, de
españoles de guante blanco, juicio blando y amigo en banco, cuya raquítica
conciencia les ha llevado hasta a robar lo que estaba destinado a la ayuda
social, ahora mortalmente adelgazada por otros “bienintencionados” gobernantes.
Estos maestros del disimulo, con el cinismo que les permite la certeza de su
impunidad, sonríen a las cámaras, acusando al socio, al político de enfrente, o
al periódico de turno de manipulación en el tratamiento de la información. Y
nadie va a la cárcel porque los que tienen que firmar sus sentencias no son
diferentes.
Hasta aquí, todo muy claro, los malos son
los otros… ¿O no?
Me
pregunto yo, salvando las distancias en mayor o menor medida: Manipular… ¿no manipulamos
todos de alguna manera? Justificar… ¿no justificamos todos a veces lo
injustificable? Engañar... ¿no maquillamos un poco la realidad cuando nos
interesa? Robar… ¿en ocasiones no nos beneficiamos de lo ajeno dándolo por
propio?….Unos en el plano físico, otros en el emocional, aquellos en el mental
y, casi todos, en el más sutil plano energético, ¿no vamos lo que se dice a
nuestro avío, como motos, sin mucha conciencia del mal que producimos, de lo que hacemos sentir?
Es fácil pensar que la culpa está en las grandes cifras,
sin fijarnos en que es en la suma de las pequeñas cantidades, de los pequeños
detalles, de las omisiones sensibles o el engaño insensible, que creamos esa
atmósfera amoral consentida que nos corrompe por contagio y corroe la confianza
en el ser humano, debilitando la esperanza de conseguir organizar entre todos
un mundo mejor.
Todo es
un campo relacional. Desde el ámbito de la empresa al de la política, pasando
por el de la pareja, en toda transacción son de aplicación los mismos principios
éticos:
- No Maleficencia
- Justicia
- Respeto a la
Autonomía y a la idiosincrasia del otro
- Benevolencia
¿Sabemos lo que damos y tomamos? ¿Sabemos lo que contribuye
a construir o destruir nuestra energía, nuestro dinero, nuestra palabra,
nuestra presencia?
¿Sabemos a quién y para qué va a servir aquello que damos,
que decimos, que hacemos? ¿Damos lo que de verdad queremos dar? ¿Damos lo que de
verdad debemos dar? ¿Damos lo suyo a
quien corresponde? ¿Son justas nuestras transacciones?
¿Sabemos lo que tomamos? ¿Conocemos su origen? ¿Nos
preguntamos por el esfuerzo o méritos propios o ajenos? ¿Lo que aceptamos retribuye
de manera transparente nuestro esfuerzo real? ¿Tomamos más de lo que damos a
cambio? ¿El coste energético para el otro (sea persona, país o medio ambiente)
es mayor que el valor del producto obtenido? ¿El lucro que nos consentimos y
justificamos está acreditado por la evidencia de su justicia y no maleficencia?
La huella moral y ecológica de nuestras decisiones, ¿la medimos? ¿Y la huella
emocional que dejan nuestras acciones u omisiones?......
Un mundo de culpa, señores, todo un mundo de
responsabilidades desatendidas o mal atendidas cuelga a nuestras espaldas….
Pero nunca nos enseñaron a vivir ligeros y no está de moda mirar la propia chepa.
Son muchas las preguntas y muchos los límites que
acostumbramos a saltar en este ejercicio cotidiano y universal de la
inconsciencia. Hasta hace poco éramos animalillos y, como tales, gloriosamente
inocentes al buscar nuestro alimento, gozo, beneficios, territorio, diversión o
protección por encima de todo, pero ese instinto primitivo ya no es el que ha
de regir nuestras vidas. Pese a que como especie aún sintamos con potencia la
llamada de nuestra mente reptiliana pidiendo previsión, procreación y acumulación,
nuestra mente superior y nuestro corazón ya son capaces de tomar el mando,
palpar valores, disfrutar lo sutil y priorizar lo bello, bueno y cierto, por
encima de tanto impulso instintivo y tanta fanfarria.
No es porque nos recuerden nuestra condición fraterna, ni
porque lo manden las leyes, ni porque nos vayan a pillar, ni siquiera por el
qué dirán, sino porque algo tiene que fulminar inmediatamente nuestras entrañas
cuando obedecemos la orden de bombardear un poblado lleno de niños inocentes,
fuere quien fuere el que lo manda, y fuere quien fuere el criminal que allí se
esconda; cuando firmamos una operación millonaria sin considerar el conjunto
total de perjuicios que conlleve más allá de nuestros propios intereses; cuando
dirigimos negligentemente los recursos públicos; cuando alguien nos gana la voluntad
por adulación o culpa; cuando aceptamos premios, regalos, sobres, que no
retribuyen de manera transparente y equitativa nuestro trabajo; cuando no
miramos de qué color viene teñido el dinero que obtenemos; cuando no somos
patriotas más que para aplaudir al equipo de nuestro país y no para contribuir
con nuestro honesto esfuerzo cotidiano a su levantamiento; cuando evadimos
impuestos, sonrisas, caricias, abrazos; cuando consideramos inteligencia y
astucia el lucro fácil del bien posicionado; cuando vemos con indiferencia
nuestra responsabilidad sobre las esperanzas y la confianza que dejamos crecer
en otros…
No hay que bajar la guardia. Todos construimos o
destruimos. Hasta el menor de nuestros pensamientos contribuye a regenerar o
contaminar la atmósfera que respiramos. La mal llamada crisis, sea personal,
política o planetaria, no puede ser una excusa para la laxitud moral y, el
mundo que queremos habitar y legar, más que con las grandes gestas, lo vamos a
construir con la suma consciente y amorosa de cada uno de nuestros pequeños y éticos gestos individuales.