Los seres humanos tenemos la mala costumbre (y la tendencia natural) de
justificar hasta el absurdo los medios que empleamos en la persecución de
nuestros fines, ignorando el mal que causamos como consecuencia de nuestras
acciones u omisiones, tanto cuando nuestros instintos nos piden no movernos de
donde nos encontramos cómodos, como cuando nos empleamos en conseguir lo que
nos apasiona, secuestrando nuestro cerebro la información sobre los “daños
colaterales” que la inercia o la obsesión provocan.
En este sentido, nuestra capacidad de espanto llegó a una de sus cimas
históricas cuando se descubrieron los macabros datos sobre los “accidentales
fallecimientos” y los “daños colaterales” de los experimentos médicos llevados
a cabo por los prestigiosos facultativos al servicio de Hitler. Todos pensaban
que hacían lo “correcto” (¿locura colectiva?, ¿hipnosis?, ¿pereza mental?,
¿anestesia moral mimética?)
Los rápidos avances tecnológicos que
comenzaron el siglo pasado aceleraron el cuestionamiento de si todo lo que
podía ser investigado se debía investigar, si todo lo que podía ser curado se
debía curar, si todo lo que podía ser fabricado se podía fabricar, y si todo lo
que podía ser hecho o dicho se podía hacer o decir.
Hay aún personas que defienden el
progreso tecnológico en forma incondicionada y aquellos que consideran que la
tecnología no es un fin en sí misma, sino que debe estar al servicio del ser
humano y de forma controlada bajo criterios éticos.
La labor científica y médica ha estado teñida de mucho altruismo y
heroicidad, pero también de prepotencia y paternalismo. Los resultados eran
medidos por su eficacia neta, es decir, por su capacidad de llegar al fin perseguido,
fuera éste el descubrimiento, la curación o la mejora de la patología tratada, pero
sin considerar el bien integral del paciente, su entorno, valores, cultura,
sentimientos y percepción de esa realidad que le viene impuesta, a menudo sin
diálogo ni consenso, aunque hubiera sumisión o inclusive consentimiento.
Tras
la implantación de los Comités de Ética en todos los centros de decisión, pasó
a imponerse el debate ético y a proponerse y utilizarse los Principios de la Bioética
como parámetros para el análisis. Poco a
poco este discurso alcanzó incluso al mundo empresarial, acuñándose términos paralelos
que querían contemplar la gestión ética de los recursos, los intereses de todas
las partes intervinientes en cada proceso, las consecuencias de su interacción
y la mejor forma de llevar a cabo el fin común sin maleficencia, con justicia,
con la máxima beneficencia y respetando las peculiaridades y autonomía de los
individuos.
No
quiero aquí profundizar en este apasionante mundo de la bioética ni en las desviaciones
que todo esto ha sufrido en los últimos años por causa de los distintos actores
e intereses en juego, sino analizar si estos cuatro concisos principios tan
exitosos pueden ser de aplicación práctica en el ámbito de las relaciones humanas
y, más específicamente, en el de las relaciones de pareja.
El criterio fundamental que anima a la bioética es el respeto al ser
humano, a sus derechos,
a su dignidad y a su bien, en sentido profundo. Por eso, los cuatro principios
establecidos: No Maleficencia, Autonomía, Justicia y Beneficencia, son faros
que pueden iluminar muchos otros códigos de conducta.
El mundo de las relaciones humanas parece estar a años luz de los
métodos de la investigación científica y tecnológica, pero quiero hacer una reflexión sobre la necesidad que existe ante cualquier interacción humana de
adoptar rigor y disciplina para el análisis metódico de sus conflictos, así
como la necesidad de cualquier disciplina de aproximar el conocimiento
científico, el discernimiento y la conciencia a sus procedimientos y
postulados.
Hay en general un inexplicable descuido sobre la necesidad de un
abordaje multidisciplinar y una buena dosis de humildad que permitan el
aprendizaje continuo imprescindible para acometer el tratamiento de los
conflictos de relación, que, por ser comunes al género humano, cualquiera ve
posible resolver de manera doméstica (“como siempre se ha hecho”), al igual que
los galenos de antaño consideraban innecesario poner cualquier cosa distinta
que su “ojo clínico” para el diagnóstico y tratamiento de las patologías de
toda la vida. Pueden darse las resoluciones maravillosas que la intuición
anuncia, pero, en ambos casos, ese atrevimiento puede conllevar también graves
consecuencias, incluida la muerte del paciente o de la relación.
Se puede partir entonces de la base de que Ciencia, Conciencia, No
Maleficencia, Paciencia, Estudio, Beneficencia, Justicia y Respeto a la
Diferencia y la Autonomía, podría ser una buena fórmula tanto para averiguar qué-cómo-cuándo
firmar, qué-cómo-cuándo fabricar, qué-cómo-cuándo comprar, qué-cómo-cuándo
investigar, qué-cómo-cuándo diagnosticar, qué-cómo-cuándo recetar,
qué-cómo-cuándo operar, qué-cómo-cuándo abordar una enfermedad o una persona, qué-cómo-cuándo
hablar, qué-cómo-cuándo callar…. y cualquier otra situación decisoria que
requiera la deliberación sobre alternativas.
Es frecuente todavía encontrar personas que defienden que basta con
hacer lo justo o lo legal para ser buena persona y cumplir con el deber moral
de cuidado. Nada más lejos de la realidad. Como es sabido, lo ético está un
paso más allá de lo justo o lo legal y, de hecho, hay situaciones que, aún
cumpliendo con la justicia y la legalidad en vigor, pueden ser poco éticas, y
otras que ofrecen un pobre resultado ético si sólamente se resuelven haciendo
lo que consideramos justo o lo que manda la ley.
Por eso, una persona consciente no puede aspirar tan sólo a ser justa si
no se preocupa por ser, además, no maleficiente, benevolente, observador y
respetuoso con la autonomía y diferencia del otro.
Y aquí hemos llegado al colofón del planteamiento de la aplicación de
los principios de bioética a las relaciones humanas.
Podría resumirse que, sea cual sea la relación, no queremos bien si no
queremos a la luz de estos principios.
El primero de ellos (primum non
nocere), la No Maleficencia. Evitar hacer el mal debe regir la conducta básica,
teniendo en cuenta que, para ser no maleficiente, hay que estudiar al compañero/a
y ser conscientes de que, además de la parte objetivable del mal que podamos
hacer, es preciso tratar de evitar todo lo que el otro percibe como lesivo,
siempre que no entre en conflicto con nuestro propio derecho de Autonomía.
Igualmente, la Justicia es una conducta de orden superior y obligatoria
que, como decíamos, no exime del cumplimiento de los otros principios. Ser
justos también requiere esfuerzo y observación porque no basta con hacer
puntualmente lo correcto sino que precisa de un inventario de las cosas o
circunstancias que está en tu mano administrar, y no admite omisiones.
El Principio
de Beneficencia es frecuentemente el más aludido, y hay muchos refranes
castellanos que evocan el mandamiento cristiano de hacer el bien, inclusive
“sin mirar a quien”, pero, curiosamente, esta apertura no sería ética. No es
ético hacer lo que a nosotros nos vendría bien, porque el otro es diferente y
requiere su propio análisis. Además, estando nuestra posibilidad de hacer el
bien condicionada por el tiempo disponible y los medios a nuestro alcance, y
siendo ambos finitos y escasos, en un circulo afectivo amplio, hacer el bien a
cualquiera que lo pide o necesita, sin discernimiento ni priorización, podría
significar atentar contra el principio de justicia.
Por último, el Principio de Autonomía tiene una sutil interpretación en
el mundo de las relaciones. Todo el mundo tiene derecho a la expresión de su
individualidad y características personales, y nadie puede pretender cambiar a
nadie, mucho menos en nombre del amor. El respeto a la diferencia y la ayuda a
la expresión y desarrollo espontáneo de la naturaleza del otro es un deber
esencial y un derecho básico exigible. Igual que una intervención quirúrgica
requeriría de un “consentimiento informado” que garantice que se cuenta con la
voluntad del sujeto, la ”intervención psicológica” sobre la estructura profunda
de otro ser humano debería contar con el permiso expreso del propietario. Los
valores que animan una vida van en el conjunto de su personalidad y su
estructura sutil, y requieren el máximo respeto.
Véase pues que, al igual que la toma de decisiones médicas o científicas, relacionarnos es algo mucho más complejo de lo que nos
enseñan y, para hacerlo de forma eficiente, hace falta profundizar y obedecer a
los Principios Éticos, que van a convertir en adecuado nuestro esfuerzo y van a reducir al mínimo las incertidumbres que se encuentren alrededor de nuestro deber moral y empeño de bien.