lunes, 9 de abril de 2012

LAS RELACIONES HUMANAS A LA LUZ DE LOS PRINCIPIOS DE LA BIOÉTICA Por Vicky Moreno






Los seres humanos tenemos la mala costumbre (y la tendencia natural) de justificar hasta el absurdo los medios que empleamos en la persecución de nuestros fines, ignorando el mal que causamos como consecuencia de nuestras acciones u omisiones, tanto cuando nuestros instintos nos piden no movernos de donde nos encontramos cómodos, como cuando nos empleamos en conseguir lo que nos apasiona, secuestrando nuestro cerebro la información sobre los “daños colaterales” que la inercia o la obsesión provocan.
En este sentido, nuestra capacidad de espanto llegó a una de sus cimas históricas cuando se descubrieron los macabros datos sobre los “accidentales fallecimientos” y los “daños colaterales” de los experimentos médicos llevados a cabo por los prestigiosos facultativos al servicio de Hitler. Todos pensaban que hacían lo “correcto” (¿locura colectiva?, ¿hipnosis?, ¿pereza mental?, ¿anestesia moral mimética?)
 Los rápidos avances tecnológicos que comenzaron el siglo pasado aceleraron el cuestionamiento de si todo lo que podía ser investigado se debía investigar, si todo lo que podía ser curado se debía curar, si todo lo que podía ser fabricado se podía fabricar, y si todo lo que podía ser hecho o dicho se podía hacer o decir.
 Hay aún personas que defienden el progreso tecnológico en forma incondicionada y aquellos que consideran que la tecnología no es un fin en sí misma, sino que debe estar al servicio del ser humano y de forma controlada bajo criterios éticos.
La labor científica y médica ha estado teñida de mucho altruismo y heroicidad, pero también de prepotencia y paternalismo. Los resultados eran medidos por su eficacia neta, es decir, por su capacidad de llegar al fin perseguido, fuera éste el descubrimiento, la curación o la mejora de la patología tratada, pero sin considerar el bien integral del paciente, su entorno, valores, cultura, sentimientos y percepción de esa realidad que le viene impuesta, a menudo sin diálogo ni consenso, aunque hubiera sumisión o inclusive consentimiento.
         Tras la implantación de los Comités de Ética en todos los centros de decisión, pasó a imponerse el debate ético y a proponerse y utilizarse los Principios de la Bioética como parámetros para el análisis.  Poco a poco este discurso alcanzó incluso al mundo empresarial, acuñándose términos paralelos que querían contemplar la gestión ética de los recursos, los intereses de todas las partes intervinientes en cada proceso, las consecuencias de su interacción y la mejor forma de llevar a cabo el fin común sin maleficencia, con justicia, con la máxima beneficencia y respetando las peculiaridades y autonomía de los individuos.
         No quiero aquí profundizar en este apasionante mundo de la bioética ni en las desviaciones que todo esto ha sufrido en los últimos años por causa de los distintos actores e intereses en juego, sino analizar si estos cuatro concisos principios tan exitosos pueden ser de aplicación práctica en el ámbito de las relaciones humanas y, más específicamente, en el de las relaciones de pareja.
El criterio fundamental que anima a la bioética es el respeto al ser humano, a sus derechos, a su dignidad y a su bien, en sentido profundo. Por eso, los cuatro principios establecidos: No Maleficencia, Autonomía, Justicia y Beneficencia, son faros que pueden iluminar muchos otros códigos de conducta.
El mundo de las relaciones humanas parece estar a años luz de los métodos de la investigación científica y tecnológica, pero quiero hacer una reflexión sobre la necesidad que existe ante cualquier interacción humana de adoptar rigor y disciplina para el análisis metódico de sus conflictos, así como la necesidad de cualquier disciplina de aproximar el conocimiento científico, el discernimiento y la conciencia a sus procedimientos y postulados.
Hay en general un inexplicable descuido sobre la necesidad de un abordaje multidisciplinar y una buena dosis de humildad que permitan el aprendizaje continuo imprescindible para acometer el tratamiento de los conflictos de relación, que, por ser comunes al género humano, cualquiera ve posible resolver de manera doméstica (“como siempre se ha hecho”), al igual que los galenos de antaño consideraban innecesario poner cualquier cosa distinta que su “ojo clínico” para el diagnóstico y tratamiento de las patologías de toda la vida. Pueden darse las resoluciones maravillosas que la intuición anuncia, pero, en ambos casos, ese atrevimiento puede conllevar también graves consecuencias, incluida la muerte del paciente o de la relación.  
Se puede partir entonces de la base de que Ciencia, Conciencia, No Maleficencia, Paciencia, Estudio, Beneficencia, Justicia y Respeto a la Diferencia y la Autonomía, podría ser una buena fórmula tanto para averiguar qué-cómo-cuándo firmar, qué-cómo-cuándo fabricar, qué-cómo-cuándo comprar, qué-cómo-cuándo investigar, qué-cómo-cuándo diagnosticar, qué-cómo-cuándo recetar, qué-cómo-cuándo operar, qué-cómo-cuándo abordar una enfermedad o una persona, qué-cómo-cuándo hablar, qué-cómo-cuándo callar…. y cualquier otra situación decisoria que requiera la deliberación sobre alternativas.
Es frecuente todavía encontrar personas que defienden que basta con hacer lo justo o lo legal para ser buena persona y cumplir con el deber moral de cuidado. Nada más lejos de la realidad. Como es sabido, lo ético está un paso más allá de lo justo o lo legal y, de hecho, hay situaciones que, aún cumpliendo con la justicia y la legalidad en vigor, pueden ser poco éticas, y otras que ofrecen un pobre resultado ético si sólamente se resuelven haciendo lo que consideramos justo o lo que manda la ley.
Por eso, una persona consciente no puede aspirar tan sólo a ser justa si no se preocupa por ser, además, no maleficiente, benevolente, observador y respetuoso con la autonomía y diferencia del otro.
Y aquí hemos llegado al colofón del planteamiento de la aplicación de los principios de bioética a las relaciones humanas.
Podría resumirse que, sea cual sea la relación, no queremos bien si no queremos a la luz de estos principios.
 El primero de ellos (primum non nocere), la No Maleficencia. Evitar hacer el mal debe regir la conducta básica, teniendo en cuenta que, para ser no maleficiente, hay que estudiar al compañero/a y ser conscientes de que, además de la parte objetivable del mal que podamos hacer, es preciso tratar de evitar todo lo que el otro percibe como lesivo, siempre que no entre en conflicto con nuestro propio derecho de Autonomía.
Igualmente, la Justicia es una conducta de orden superior y obligatoria que, como decíamos, no exime del cumplimiento de los otros principios. Ser justos también requiere esfuerzo y observación porque no basta con hacer puntualmente lo correcto sino que precisa de un inventario de las cosas o circunstancias que está en tu mano administrar, y no admite omisiones.

El Principio de Beneficencia es frecuentemente el más aludido, y hay muchos refranes castellanos que evocan el mandamiento cristiano de hacer el bien, inclusive “sin mirar a quien”, pero, curiosamente, esta apertura no sería ética. No es ético hacer lo que a nosotros nos vendría bien, porque el otro es diferente y requiere su propio análisis. Además, estando nuestra posibilidad de hacer el bien condicionada por el tiempo disponible y los medios a nuestro alcance, y siendo ambos finitos y escasos, en un circulo afectivo amplio, hacer el bien a cualquiera que lo pide o necesita, sin discernimiento ni priorización, podría significar atentar contra el principio de justicia.
Por último, el Principio de Autonomía tiene una sutil interpretación en el mundo de las relaciones. Todo el mundo tiene derecho a la expresión de su individualidad y características personales, y nadie puede pretender cambiar a nadie, mucho menos en nombre del amor. El respeto a la diferencia y la ayuda a la expresión y desarrollo espontáneo de la naturaleza del otro es un deber esencial y un derecho básico exigible. Igual que una intervención quirúrgica requeriría de un “consentimiento informado” que garantice que se cuenta con la voluntad del sujeto, la ”intervención psicológica” sobre la estructura profunda de otro ser humano debería contar con el permiso expreso del propietario. Los valores que animan una vida van en el conjunto de su personalidad y su estructura sutil, y requieren el máximo respeto.
Véase pues que, al igual que la toma de decisiones médicas o científicas, relacionarnos es algo mucho más complejo de lo que nos enseñan y, para hacerlo de forma eficiente, hace falta profundizar y obedecer a los Principios Éticos, que van a convertir en adecuado nuestro esfuerzo y van a reducir al mínimo las incertidumbres que se encuentren alrededor de nuestro deber moral y empeño de bien.    

2 comentarios:

  1. Muy buen artículo. Pero desde que nació la tecnociencia no hay nada de principios éticos, solo hay dinero. Las empresas dirigen su investigación hacia lo que le puede dar más dinero, no importa que ello conduzca a la muerte de muchas personas.
    Lamento decir eso, pero creo que es necesario que sepamos lo que sucede, para actuar en condiciones.

    Un abrazo

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  2. Enhorabuena. Me gusta el Blog.

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