Una madre es un tesoro irrepetible por más afectos que después nos regale la vida. Ellas son la tierra que nos sustenta, la sangre que nos alimenta y el agua cálida en la que flotamos aún después de salir de su entraña. Por eso, nunca se van. Desaparecen a nuestros ojos, pero es debido a que se alargan, se ensanchan, se difuminan y se redondean para volver a contenernos.
La penita nos hace buscar señales y las noches nostálgicas quisiéramos encontrar en el cielo estrellado un guiño de luz que nos la nombre o un código secreto que nos acerque su sonrisa, sin darnos cuenta de que lo que ahora nos envuelve ya no es algo ajeno y lejano sino una bóveda de bits y besos, cálida y protectora. No es que, como dicen algunos, ahora la llevemos dentro, es que de nuevo nos contiene, nos acuna y nos ayuda a crecer y a renacer cada día.
Por eso, el mejor homenaje que podemos hacerles, es cumplir la meta de su maternidad, el anhelo de su existencia: Poder contemplar hijos felices, sanos y buenos. Las madres son así. El orgullo aparentemente silencioso de todas ellas se vuelve siempre flores o canciones. ¿Con qué ternura, si no, se haría la primavera...?
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